La voz de Ros Boisier al teléfono es pausada y paciente. Ambos descubrimos con regocijo que el teléfono sigue siendo un medio idóneo para la entrevista, pues uno deja más tiempo entre preguntas y respuestas. Tiempo de silencio (bis). Anótese, téngase en cuenta, léase así.
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¿Cómo surge el título y por qué en inglés?
Nunca valoré ni he valorado un título en español, ni siquiera he barajado un título diferente. Lo que sí puedo decirte es que durante mucho tiempo me ha rondado la idea arquetípica de la burbuja. En su día, el búnker y la atalaya fueron también espacios recurrentes. Quiero decir espacios inventados, imaginados, idealizados. Modelos descriptivos que, supongo, nos ayudan a representar el lugar que somos.
¿Una topología?
Sí, una topología, ¡una metafísica! (risas). Y, aunque esos términos –burbuja, bunker, atalaya– no me han parecido nunca interesantes para un título, sus significados más modestos han estado presentes durante todo el proceso. De fondo hay una vinculación con el refugio y el amparo en sus más variadas apariencias y concepciones. Además, el título en inglés me ha dado la distancia –y la comodidad– que con una palabra en castellano no tendría. Una distancia que evita el tronante portazo con el que tantas veces se cierran los significados.
¿Dónde, cuándo y cómo surge este proyecto?
A antes de irme de Chile, en 2015. Surge como un plan abierto e incorporado a mi cotidianeidad, a mis rutinas. Ahí me voy preguntando qué cosas siento como propias, qué cosas me son ajenas, etc. Lo propio, lo ajeno, ese vaivén. Lo propio ligado al recogimiento, a la cueva imaginaria. Lo ajeno es, claro, lo extraño, que es siempre una pregunta, una fuerza en movimiento. Empiezo entonces, pero no es hasta 2023 cuando entiendo qué mirada le corresponde al conjunto y es ahí cuando selecciono y ordeno.
¿Qué elementos recuperabas de tu cotidianidad?
Es algo que las fotografías deberían responder mejor que yo, pero en general creo que la naturaleza inscrita en el espacio urbano es un motivo recurrente. Una naturaleza, permíteme decirlo así, golpeada, asediada, decorativa. Una naturaleza casi exclusivamente vegetal. Eso y cierto extravío o cierto deterioro. Las ruinas albergan una cantidad de vida extraordinaria, no hace falta que nadie las restaure, se pueblan solas. Por otro lado hay también una natural resistencia al borrado.
“Cada cosa se esfuerza en permanecer en su ser”, decía Spinoza.
Sí y no. Hay mucha vulnerabilidad en lo más duro: las rocas se pliegan, se fracturan, se agrietan. Y junto a ellas, la vida vegetal no solo resiste, sino que parece habitar a sus anchas, tan campante… Otra cosa es lo que desaparece, pero no en un sentido nostálgico. Hay todo un mundo que va cambiando o borrándose y cada vez resulta menos reconocible, esta experiencia es común, diría que universal. Pero al mismo tiempo se da la desaparición de uno en la memoria y en la vida de los otros. Hay una tensión en ello, entre esos dos abismos… Desaparece y no desaparece, se modifica. Llamamos desaparición a esos cambios. “Viajar, perder países” dice Vila-Matas citando, creo, a Pessoa, aunque con él nunca se sabe. Algo de eso hay.
La estética del libro está asentada en una serie de rasgos comunes: las fotografías en blanco y negro de objetos o cuerpos de cuyo contexto apenas alcanzamos a hacernos una idea. Son lugares poco o nada significados: no hay marcas, no hay nombres propios. Este efecto, claro, es muy deliberado, ¿no?
Sí, por supuesto. Me ha interesado lo parcial, lo fragmentado, lo que ha perdido su comunión con el todo y con ella sus rasgos identitarios.
¿Lo desagregado?
Algo así. Me siento muy cómoda con lo fragmentario. Quizá es un rasgo posmoderno, esa huida de un gran relato que dé sentido. Pero también es mi experiencia. Eso y la ausencia de escala de algunas imágenes, todo lo cual contribuye con el extrañamiento del que te hablaba antes.
En todas las imágenes hay también un trato con lo recóndito, no necesariamente lo oculto, pero sí lo que no está ahí para ser explícitamente mirado.
Me alegra mucho saber que el libro te haya llevado ahí. Es algo buscado, mirar sin ser vista y acceder a un secreto, robar un momento. Hay un inmenso placer en ello. De ahí el uso del flash en varias de las imágenes. De nuevo el extrañamiento, claro, pero en este caso a través de lo imprevisto. El flash tiene ese atributo, como de violenta epifanía, un fogonazo que deja las superficies al descubierto. Por otro lado, y la ilustración de la cubierta del libro es casi una brusca metáfora de ello, está lo velado o el querer ver y que algo te lo impida, todo eso que obstaculiza la mirada.
Por último, ¿qué te ha permitido el libro como soporte, qué virtudes le ves?
El libro es un dispositivo excelente para apuntar más allá de las imágenes, por la secuencialidad, por su manejo, por la facilidad con la que uno pasa de una fotografía a otra y por el modo en que impone con ello el orden de la secuencia, que no es un orden necesariamente narrativo o sintáctico. A la manera de un caleidoscopio congelado en una de sus infinitas opciones o así me gustaría que se entendiera. El soporte del libro ayuda o, mejor, te obliga a cierta coherencia interna, te fuerza a seleccionar en función del conjunto. Ese conjunto es a lo que me refiero con “el más allá de las imágenes”, el conjunto te da algo que cada una de las fotografías no puede darte, es algo que surge de la reunión, de las colisiones.