Desde el primer fotograma, una imagen sucia, de enfoque extraviado y composición (des)aliñada, El club despliega un rotundo ejercicio de coherencia autoral. Su hacedor, Pablo Larraín, no hace concesión, no da respiro. Las campanas de fondo llaman a luto. Su argumento grita contra una de las peores manchas que perturba a la iglesia católica: la pederastia ejercida por algunos de sus ministros.
En otros cineastas, con otras formas, las sotanas y los abusos sexuales cometidos sobre niños hubieran sido explícitos. Ese campo de batalla abonado por la ignominia habría atronado en la pantalla. Con Larraín nada de eso se convoca. De hecho, al final, estando presentes de principio a fin, ni uno solo de los símbolos cristianos, ninguno de sus ritos se utiliza para hacer sangre. Y sin embargo, la sangre no cesa de manar por la herida que El club abre. Nada nuevo en un cineasta que lleva años acosando las miserias de Pinochet, Tony Manero (2008), hablando de los crímenes políticos de Chile, Post mortem (2010), y recreando sus delirios, No (2012) sin caer en lo explícito.…
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