AL ABORDAJE 3/6
Empiezo el día con ganas de hablar de ‘cine americano’, o por lo menos de qué significa eso ahora para mí. Y digo ‘cine americano’ asumiendo todas las consecuencias. Pues no es mi deseo decir ‘cine estadounidense’ ni ‘cine norteamericano’, no se trata de eso. Y mucho menos de ‘cine de Hollywood’. No me refiero a las películas fabricadas en ese lugar geográfico, en esa industria. Tampoco, como digo, a los films que se hacen en ese país ni en esa zona del mundo. Quiero pensar en una serie de imágenes que surgen de un espacio imaginario que ni siquiera es un espacio, que es la negación misma del espacio o, si acaso, un espacio mental, interminable e informe, en el que confluyen algunas ficciones que se nos proponen y el modo en que las hacemos nuestras. ¿O acaso no fue esa la base de la cinefilia tal como la entendieron algunos jóvenes franceses, en la década de los 50 del pasado siglo, al hablar de cinéma américain? Ésa es mi herencia, por mucho que mi desconfianza al respecto vaya creciendo a medida que pasa el tiempo. Y esa es la tierra mítica, inexistente como tal, en la que me instalé durante muchos años, ahora reconvertida casi en exclusiva en territorio de la memoria.
Precisamente hace unas cuantas semanas vi un par de películas que me reafirmaron en esas intuiciones. No, no se trataba de películas de ahora, aunque en ciertos aspectos son mucho más contemporáneas que algunas de las que se estrenan en salas y plataformas. Son films de los denominados ‘clásicos’, ese otro concepto que puede servir tanto para un roto como para un descosido. Y que pertenecen a la filmografía de un director admirado y denostado a partes iguales, caído en los últimos tiempos en un olvido absurdo. Tanto Vive como quieras (You Can’t Take It With You, 1938) como State of the Union (1948) fueron dirigidas por Frank Capra, el cineasta ‘popular’ por excelencia, el que mejor representa un cierto cine americano que concentra en sí mismo todos los valores de esa entelequia: sencillez del relato, transparencia de las imágenes, llamada a la identificación del espectador, exhibición casi impúdica de ciertos valores asociados con la democracia estadounidense, confianza en un cine político capaz de instalarse en algún punto intermedio entre el anarquismo radical y el liberalismo económico… Desde esta última perspectiva, Capra se muestra siempre extremadamente hábil, sabe circular con tino y cuidado a través de esa selva intrincada, ofrece aquello que le es permitido sin traspasar nunca los límites y dando la impresión de que en ocasiones incluso sería capaz de dar ese paso. Y, en verdad, hay momentos en que nos invade la ilusión de que lo ha conseguido. Y de que todos nosotros lo hemos acompañado en esa aventura.
Tanto Vive como quieras como State of the Union terminan con sendas escenas corales. En la primera, una familia caótica y bulliciosa se reúne en el gran salón de su casa para celebrar simbólicamente el compromiso nupcial de una de las hijas, lo cual se materializa en todo un despliegue de actividades más o menos estrambóticas, de acuerdo con las aficiones de cada uno de ellos, desde el ballet a la pirotecnia pasando por el dolce far niente. En la segunda, el candidato a la presidencia del país, nada más y nada menos, se reconcilia con su esposa mientras una unidad móvil de televisión intenta filmar el discurso que va a pronunciar en su propia casa, también en una amplia y espaciosa habitación. Pues bien, es en momentos como esos cuando emerge y se desborda el estallido de una puesta en escena que se superpone a la de la propia película y da lugar a un desorden a partir del cual, de una manera u otra, hay que llegar a construir una cierta armonía, como si la esencia de América (que no de Norteamérica, ni de Estados Unidos) consistiera en esa conciliación de contrarios. No importan los discursos que habitualmente salen de las bocas de sus personajes, tampoco el ‘mensaje’ que se desprende de ellos, porque no estamos hablando de conceptos ni de ideas. Es el propio dinamismo de las imágenes, su mutación continua, el modo en que alcanzan un determinado orden visual para romperlo inmediatamente y volver a empezar, lo que habla de las leyes físicas que imperaban en ese cine y del punto de vista político desde el que se enunciaba. América es esa ficción, o diríase más bien que es la ficción misma, un espejismo tan delicado y frágil que puede desintegrarse en cualquier momento sin dejar rastro. Y en esos instantes privilegiados termina proponiéndose otro mundo posible, otra manera de ser y de relacionarse, otras vías mediante las que imaginar nuevos gestos políticos que nunca pasen por los que prevalecen en el llamado ‘mundo real’.
Las mejores películas americanas de los años 30, 40 y 50 tienen que ver con la construcción de ese universo. Pero ¿qué queda de él en el cine contemporáneo? ¿Puedo hablar de ‘cine americano’ en el siglo XXI, tal como lo he caracterizado aquí? Y si es así, ¿cómo es, dónde está? Hollywood siempre supo cómo destruir periódicamente ese territorio privilegiado, lo cual demuestra que sentía hacia él un cierto temor reverencial, que tenía y tiene miedo de sus posibilidades subversivas. Una de sus armas más eficaces al respecto fue el exilio, la expulsión de determinados elementos especialmente inquietantes y, para él, peligrosos. Diríase que, desde el principio, los universos más poderosos creados por la ficción americana fueron considerados una amenaza para lo que se contemplaba como su misión política en el interior del sistema. Dicho de otro modo, la creación de sistemas alternativos no debía tener cabida en aquello que se consideraba el único sistema posible, capaz de soportar los retos de la oposición política convencional pero no de todo lo que sobrepasara su capacidad de entendimiento y asimilación. Erich Von Stroheim, Samuel Fuller o Nicholas Ray, por mencionar solo tres casos distintos, terminaron desapareciendo en los basureros de Hollywood o emigrando a Europa, donde desde entonces se estableció y sobrevivió, paradójicamente, eso que sigo llamando ‘cine americano’, pasando a convertirse para siempre en lo que en realidad fue desde el principio: no las películas o sus autores, ni siquiera las imágenes, sino una especie de blithe spirit, un fantasma que no vive en ningún sitio, algo que ni siquiera ha llegado nunca a materializarse o hacerse visible.
Queda muy poco de ese ‘cine americano’ en Hollywood o Estados Unidos. Se me ocurren ahora unos cuantos nombres, una lista inevitablemente incompleta que iría desde Woody Allen a Paul Thomas Anderson pasando por Shyamalan, David Fincher, la última Kelly Reichardt, Todd Haynes, Richard Linklater… Pero no el último Scorsese, ni tampoco Tarantino, aunque a veces se cruzan y rozan con ese ‘espíritu’ y algo le arrancan, se llevan consigo furtivamente alguno de sus viejos secretos para atesorarlo aunque sea por un tiempo breve. Tampoco directores más jóvenes que estos últimos, quizá solo Mike Flanagan y la Sophia Coppola de On the Rocks (2020), no muchos más… Pero no sé, no me hagan demasiado caso, no estoy siendo nada exhaustivo ni riguroso, seguro que estoy incurriendo en olvidos injustos, pues no se trata ahora de eso. Se trata más bien de decir que el Hollywood de Marvel y la corrección política (¿no serán lo mismo, no se estarán convirtiendo géneros y razas oprimidas en otro tipo de superhéroes, en algo irreal e inexistente que solo sirve para calmar la ansiedad de una nueva clase de consumidores?) no es el ‘cine americano’ al que me estoy refiriendo, no tiene nada que ver con él.
En cambio, como ya ocurrió con el Samuel Fuller de El amigo americano (Der Amerikanische Freund, 1977) o Ladrones en la noche (Les Voleurs de la nuit, 1984), por mucho que su participación en la primera se limitara a una breve intervención como actor, ahora mismo los cineastas verdaderamente ‘americanos’ están en Europa, o han filmado aquí sus últimas películas. Ya Francis Coppola, el padre de Sofia, rodó en Rumanía y España, respectivamente, El hombre sin edad (Youth Without Youth, 2007) y Tetro (2009), ensayos sobre el tiempo y cómo pasa, apenas poco más. Y más recientemente aún, Brian De Palma y Abel Ferrara, sin duda dos de los cineastas más americanos de los últimos cuarenta años, han recurrido a escenarios de eso que llaman el ‘viejo continente’ para recrear en él la puesta en escena que hizo posible representar el nuevo en imágenes. Tanto Passion (2012) como Domino (2019), que el primero localizó respectivamente en Alemania y en Dinamarca y España, descontextualizan su mundo hecho de circulaciones de cuerpos y escenarios, de movimientos de cámara y desplazamientos emocionales, para situarlo en lugares inverosímiles, allá donde pueden brillar por sí mismos, sin interferencias. Y el itinerario de Ferrara, que reconfigura Europa según su perspectiva de vagabundo, aunque también de italoamericano que regresa al punto de partida, termina por ahora en dos películas sorprendentes, complementarias, como son Tommaso (2019) y Siberia (2020), exploraciones acerca de la identidad perdida y únicamente reencontrada en su reverso, en la aceptación de que la única identidad posible es la que no existe.
¿Es esa imposibilidad la esencia del ‘cine americano’, el agujero negro del que nació y al que vuelve ahora, en buena parte, desde el otro lado del Atlántico? Quizá el viaje a los infiernos de Siberia sea el reverso tenebroso del feliz alboroto con el que culmina Vive como quieras, pero la celebración de la puesta en escena es la misma: extraer, de todo ese caos, una emoción en estado puro, un cierto equilibrio interior.
En esta sección sobre cine, Carlos Losilla se lanza al abordaje. Primero, para hablar del cine que lo rodea, que es el de su tiempo y el que debe entender día a día, sin descanso y asumiendo todos los obstáculos al respecto. Segundo, para buscar la mejor manera de escribir sobre él, lo cual teme que suponga otra lucha a brazo partido. Y tercero, para cuestionarse a sí mismo como alguien que escribe sobre cine, para ver si eso le basta o no o qué será de ese intento de abordaje.