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Contra el cine (literal) siguiente

Carlos Losilla
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AL ABORDAJE 6/6

El libro que desencadenó estos nuevos ‘abordajes’ que llevan ustedes leyendo unos cuantos meses se titulaba Deambulaciones (Muga, 2021), simulaba ser un diario y empezaba, o casi, relatando una estancia en el Festival de San Sebastián, hace dos años. Todos éramos mucho más inocentes entonces y no, no somos mejores ahora. La prueba, en lo que a mí se refiere, es que las sensaciones que experimento estando en esos certámenes o ferias de muestras tampoco han cambiado tanto. Por seguir con lo que decía en aquel momento, ¿cuáles han sido las nuevas piezas del prêt à porter cinematográfico que, esta vez, he podido conocer allí de primera mano? Una de ellas fue Titane (2021), el film de Julia Ducournau que se alzó con la Palma de Oro en el Festival de Cannes, una película tan astuta que apenas me deja palabras para hablar de ella, lo cual es a la vez un inconveniente y un síntoma. Si quiero escribir algo sobre Titane, debo ceñirme a las indicaciones que me facilita, casi impone, la propia película. Si intento situarla en el contexto en el que ha aparecido, compruebo un tanto alarmado que comparte esa condición con muchos otros films, festivaleros o no. Lo diré claro y de una vez: me inquieta que buena parte del cine de ahora sea tan literal que apenas deja opción para el misterio o la ambigüedad, que para mí siguen siendo las condiciones ineludibles para que tenga lugar eso que una vez dimos en llamar ‘cine’ (o ‘arte’, me atrevería a añadir).

En el caso de Titane, ¿qué ver en ella aparte de esa puesta al día de la ‘nueva carne’, de su transposición a la práctica de las teorías de Donna Haraway sobre la figura del cyborg, de sus especulaciones acerca del ‘género fluido’ en todas sus acepciones, la que concierne a los sexos y la que tiene que ver con los códigos dramáticos? Me da la impresión de que Titane hace caber en odres nuevos un vino bastante viejo. La trama se desarrolla con implacable sentido del ritmo, al estilo de los thrillers de ciencia ficción de siempre, y lo hace a tal punto que no deja espacio para nada más, a no ser esas escenas musicales que constituyen lo mejor de la función, quizá porque en ellas nada se sujeta a un guión prefijado y cualquier cosa, cualquier gesto de espontaneidad y disensión es posible. ¿Tiene sentido presentar la historia de alguien que empieza siendo mujer y termina como pura indefinición en el interior de una estructura tan estipulada y rígida? ¿De qué sirve poner en escena a un personaje que va ‘reinventando’ poco a poco su propio ‘relato’, por utilizar cierta jerga muy de moda, cuando el relato fílmico ya está fijado de antemano, y mucho antes de que Ducournau escribiera su guión? Son preguntas interesantes, y Titane tiene el mérito, eso sí, de plantearlas sin ambages, de manera franca y directa, por mucho que no sepa responderlas. ¿Qué más da? Eso mismo debió de decirse Paul Verhoeven al enfrentarse a Benedetta (2021), su última película, un sólido artefacto destinado a regocijar a sus incondicionales y escandalizar y/o epatar un poco al resto, de nuevo con interrogante para el debate incluido: ¿basta con repetir estereotipos, con reciclar personajes anteriores de una filmografía y hacerlos más literales (de nuevo, ¡ay!)? ¿O a un cineasta, a cualquier cineasta, se le debería exigir más?

También fue en San Sebastián donde vi The Souvenir Part II (2021), la secuela, o lo que sea, de The Souvenir (2019), aquella película que me permitió descubrir la filmografía de Joanna Hogg, seguramente una de las mejores cineastas de su generación. Como ocurría en Titane, también aquí hay un personaje que se busca a sí mismo, en todas las direcciones posibles, pero en su caso no encuentra un ‘relato’, sino algo mucho menos definido, digamos que un camino incierto invadido por la niebla. En oposición a la escena final del film de Ducournau, donde todo parece adquirir sentido, la película que realiza la protagonista de The Souvenir Part II como ejercicio de fin de carrera (se cuenta el nacimiento de una cineasta, alter ego de la propia Hogg: puro ‘cine dentro del cine’) no se sabe muy bien qué es, ni siquiera sabemos si lo que se nos muestra es esa película o una fantasía imaginada en torno a ella. Mientras Titane tiene miedo de dejar cabos sueltos, The Souvenir Part II lo asume como una de sus estrategias, como una de las piezas irremplazables de su ‘maquinaria del sentido’, tal como se describía en el episodio anterior de estos ‘abordajes’. Y a fe que eso da sus frutos: esta película no se sigue, sino que lo único que podemos hacer es atisbarla, intentar adivinar qué pretende, lo mismo que la protagonista intenta saber, a cada paso que da, qué va a venir después.

Llevo mucho tiempo, yo también, intentado hacer eso: no saber lo que voy a decir tras ver una película y, a través de ese silencio indefinido, o de esa indefinición silenciosa, probar a narrarme a mí mismo no a través de un relato coherente, sino más bien a tientas, a veces a empellones. ¿Habrá llegado el momento de que nos callemos para que el cine pueda explicarse? Quizá no lo escuchamos lo suficiente, nos empeñamos en hablar y hablar, o escribir y escribir, mientras queda sepultado por nuestro discurso, hecho a su vez de otros discursos que vienen de más arriba, que nos utilizan como si fuéramos el muñeco de un ventrílocuo. Y quizá lo seamos, pero en ese caso deberíamos atender a otros ventrílocuos, menos dominantes e invasivos… Salgo de esta especulación, en fin, al recordar la película que más me gustó de las que vi en San Sebastián este año, o por lo menos una de las que más me provocó esa ‘indefinición silenciosa’ a la salida del cine. Bueno, para empezar son dos películas, pero como si fueran una. Ryûsuke Hamaguchi ha dirigido, en el mismo año, o por lo menos así lo parece coronavirus mediante, tanto La ruleta de la fortuna y la fantasía (2021) como Drive my Car (2021). La primera consta de tres episodios que podrían ser cuatro si la segunda no durara tres horas, pues podría incluirla perfectamente. La intención es la misma, el estilo también, solo que Drive my Car, basada en un cuento de Haruki Murakami, necesita más tiempo para desarrollarse y, pienso yo, por eso queda enmarcada en una película distinta. Sea como fuere, en la filmografía de Hamaguchi, las duraciones son significativas pero no importantes: Happy Hours (2015) se prolongaba por más de cinco horas, mientras que Asako I & II (2017), pese a que el título auguraba una gran saga, no llegaba a las dos…

Hamaguchi incide así en una cuestión fundamental del cine que más me interesa de este siglo: aquello que contiene una película es solo materia maleable y cambiante, un flujo que la atraviesa pero que puede ir a parar a otra, y luego a otra, y luego a otra… El relato no se ciñe, entonces, a algo que transcurre entre un inicio y un final, sino que corre y recorre espacios que, a pesar de mostrarse por separado, podrían perfectamente ser contiguos y porosos entre sí. Por eso, en las dos últimas películas de Hamaguchi, las correspondencias son copiosas y abundantes. Por poner solo un ejemplo, Drive My Car se abre con un larguísimo fragmento en el que se cuenta una peripecia que luego, en lo que podríamos denominar ‘segunda parte’, pesará como una losa sobre el personaje principal. Entre ambos pedazos de tiempo, sin embargo, se suceden los títulos de crédito, como si terminara una película y empezara otra, o como si en el fondo asistiéramos a dos episodios distintos, a la manera de La ruleta de la fortuna y la fantasía. En esta, por el contrario, la sensación de unidad entre las tres historias es muy intensa, hasta el punto de que el giro mínimo hacia el fantastique que se da en la última podría ser no solo su culminación sino también la de todas ellas. La influencia del pasado en el presente, uno de los grandes temas del cine de Hamaguchi, es tan fuerte que al primero no le basta con insinuarse: tiene que imponerse y hacer su aparición, por momentánea y fugaz que sea. Así, la mujer a la que otra ha confundido con una excompañera de universidad interpreta por un momento ese papel y la película parece asumir un tiempo sin tiempo, que ya no es pasado ni presente sino simplemente una ficción.

¿Y no lo son, acaso, todos los demás fragmentos de estas dos películas desbordantes? ¿No estamos ante una reivindicación de la ficción no como evasión, sino como ese tiempo otro que nunca admitirá literalidad alguna, en el que todo será ambiguo y misterioso y, por lo tanto, tendrá licencia para boicotear la banalidad del tiempo institucional, la rigidez de cualquier relato impuesto? Permítanme la impertinencia, pero he de decir que, mientras Titane o Benedetta me llevan a lugares que ya conozco, Drive my Car y La ruleta… me dispersan hacia una multitud de sentidos que soy incapaz de catalogar o clasificar, que me superan y finalmente me aniquilan como exegeta para reconvertirme en explorador de un territorioque ya no es cine, ni literatura, ni nada que se le parezca o pueda reconocer. ¿Deberé decir, entonces, que es cierto lo que les decía al final del ‘abordaje’ anterior, que ya no me gusta el cine? Pues quizá sí, pero no porque ya no existan películas capaces de despertar mi curiosidad o atención, o porque ese cine al pie de la letra que describía al principio se haya enseñoreado de todo, pues no me siento aludido por ninguna de estas dos premisas. Quizá lo que me sigue gustando sea ya otra cosa, algo que se sale del cine tal como lo conocí e inventa nuevas formas que todavía no sé muy bien qué o cómo son.


En esta sección sobre cine, Carlos Losilla se lanza al abordaje. Primero, para hablar del cine que lo rodea, que es el de su tiempo y el que debe entender día a día, sin descanso y asumiendo todos los obstáculos al respecto. Segundo, para buscar la mejor manera de escribir sobre él, lo cual teme que suponga otra lucha a brazo partido. Y tercero, para cuestionarse a sí mismo como alguien que escribe sobre cine, para ver si eso le basta o no o qué será de ese intento de abordaje.

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