AL ABORDAJE 2/6
Decía hace poco Joe McElhaney en uno de sus posts de Facebook, siempre tan estimulantes, que a menudo se sentía un tanto ‘irrelevante’ en relación al mundo que lo rodea, pero que eso no le importaba. McElhaney es profesor en una universidad neoyorquina y autor de libros fundamentales para entender la historia del cine clásico (Vincente Minnelli: The Art of Entertainement), del cine moderno (Luchino Visconti and the Fabric of Cinema) y de lo que ocurre entre los dos (The Death of Classical Cinema). Pero también es un agudo observador de los nuevos tiempos, aunque lamentablemente nunca se decida a escribir nada articulado al respecto. En el brevísimo texto que leí el otro día, por ejemplo, apuntaba lo siguiente: “El Gran Tema ahora [hablando de cine, claro] son las nuevas tecnologías y modos de comunicación relacionados con un amplio espectro de asuntos como la inclusión, la diversidad, etc.”. Y añadía que eso no le molestaba en absoluto, por mucho que no le interese, pues también a él le gusta hablar de imágenes que han “desaparecido o han sido olvidadas, como las ruinas de un pasado glorioso, materiales frágiles en busca de que alguien los restaure con cariño” (“fragile things in need of gentle repair”, según sus propias palabras). Quizá algún día se rescaten los conceptos de ‘forma’ o ‘puesta en escena’ igual que ahora se está haciendo con la ‘identidad de género’, por ejemplo…
Las palabras de McElhaney, sin embargo, me inquietan y me mueven a pensar un poco en todo eso. En principio, la cuestión es muy clara y podría resumirse en una sola pregunta: ¿tiene sentido seguir hablando de ‘estética’ en un contexto más bien inclinado a otro tipo de abordajes, trátese de la imagen digital o de las nuevas ideologías audiovisuales? En otras palabras: ¿nos estamos convirtiendo algunos, como insinúa Joe, en guardianes obsoletos de unas ‘esencias’ que ya no interesan a casi nadie, o que si lo hacen es siempre a partir de la nostalgia y el lamento? No es una cuestión nueva, en absoluto, por lo menos desde que se empezó a hablar de la ‘muerte del cine’, allá por los años 80 del siglo pasado. Ahora, sin embargo, es distinto. Tanto en la prensa cultural como en el ámbito universitario, tanto en las redes sociales como en la mayor parte de la bibliografía al uso, el cine ocupa un lugar amplio y espacioso. Y todo el mundo habla de películas y de series, tanto las que se consumen en las plataformas como las que todavía se estrenan en salas. Se podría decir, en consecuencia, que el cine está más vivo que nunca, y si no se trata del ‘cine’ en un sentido estricto por lo menos sí de las imágenes en movimiento, de modo que hay algo que resulta indiscutible: estamos viviendo una nueva edad de oro de la ficción audiovisual.
Pero esa conclusión, un tanto tramposa, no me consuela. O por lo menos no me considero parte de ella, como tampoco participo del alborozo que promueve en ciertos sectores del público y la crítica. Para explicarlo, y explicarme, regreso a las palabras de McElhaney: esas ruinas, esos materiales cada vez más frágiles, son lo que realmente me sigue seduciendo e interesando, lejos, muy lejos de la flamante plenitud del nuevo universo que crece y pulula a su alrededor. Pero tampoco me identifico con la pasión del historiador, ni siquiera del restaurador, ni mucho menos del amante de las antigüedades. No añoro los tiempos del cine clásico, ni de aquellos modernos auteurs de los años 60 y 70 que aún lloran algunos letraheridos. Todos ellos forman parte de un presente que es el mío y en el que conviven, en prolija promiscuidad, con otro tipo de restos y vestigios. ¿O acaso no es lo mismo, para mí, o no tienen la misma importancia en mi vida, tanto lo que hoy queda del cine de Hitchcock o Hawks como las películas de Rita Azevedo Gomes o Paul Thomas Anderson, que en el fondo también hablan de los escombros de una cultura en trance de desaparición? En el mismo saco, me aparecen fragmentos de Escrito sobre el viento (Douglas Sirk, 1957) y otros de Days (Tsai Ming-liang, 2020), dos películas sobre la necesidad del amor y el afecto, de la proximidad de los cuerpos, esa gran cuestión del cine de siempre. Y mientras veo Malmkrog (Cristi Puiu, 2020) me restallan en la cabeza ráfagas del cine de Renoir y Bergman, el Renoir más cruel y más artificioso, que también lo hay, y el Bergman menos ostentoso y más reflexivo. Tampoco se trata de armonizar el presente y el pasado, tradición y modernidad, sino más bien de rebuscar en un revoltijo de pedruscos y cascotes en forma de planos que se cruzan y se replican unos a otros sin parar. En realidad, el cine que me sigue interpelando desde el pasado es el que me ayuda a vivir ahora, mientras que el que llama mi atención desde el presente participa de esa tarea inacabable que es reestructurar los relatos pretéritos, lo que una vez hicimos o pensamos. El cine siempre es ruina y despojo, desde el mismo momento en que alguien filma una imagen u otro se dispone a verla. Habita un tiempo sin tiempo que se opone con violencia al oprobio de ese otro tiempo que se nos impone.
El cine ya nació como excrecencia, como un torbellino de notas a pie de página de una historia que ya se había escrito. Y no hay que lamentarse por ello. Al contrario, eso le otorgó su condición de paria, de marginado que nunca tuvo que rendir cuentas a nadie. De otro modo, ¿hubiera sido posible que el western se convirtiera en un género privilegiado, en una de las mejores maneras posibles de contar historias en el siglo XX? ¿O que cineastas en el fondo tan altaneros como Antonioni o Resnais se dignaran a bajar a la tierra de las imágenes, al fango de la ficción absurda y dislocada, para contarnos al oído las fábulas de siempre por otros medios? Por eso, ahora, no sabemos muy bien dónde están las películas que de verdad querríamos ver. Rodeados de espejismos, creemos que el cine tiene que enseñarnos a conocer el mundo, cuando en realidad se trata de todo lo contrario, de que nos obligue a desaprender, a regresar a un estadio de salvajismo en el que no sepamos nada, en el que apenas podamos enamorarnos de un plano o de un movimiento de cámara sin preguntarnos más. De que nos invite a transitar un camino hacia la ignorancia y la pasividad. En cuanto a mí, no me interesan en absoluto las películas que me ratifican lo que ya sé, que me introducen en mundos que ya conozco, películas serviles y a menudo rastreras. Tampoco las que defienden ‘valores’ o plantean ‘temas de actualidad’. No tengo nada que ver con Otra ronda (Thomas Vinterberg, 2020), ni con Una mujer prometedora (Emerald Fennell, 2020), películas ‘constructivas’ que quieren contribuir a ese falso debate social que el cine que me gusta siempre ha querido boicotear. Prefiero aquellas otras que violentan, molestan, crean malestar. Pero no porque lo intenten, sino porque no intentan nada. Y eso es lo que suele incomodar: la inactividad, la pasividad, la inacción, la violencia de aquello que no aporta nada que no sea su pura presencia o, ahora mismo, la perturbadora presencia de una imagen-fantasma que mira desde los márgenes guardando un inquietante silencio.
Hace más de un año, un par de meses antes del confinamiento duro, Nicolás Zukerfeld me envió un email en el que me sugería participar en una película sobre Raoul Walsh o, mejor dicho, sobre algo que supuestamente dijo Walsh en alguna entrevista, o en varias: “No existen treinta y seis maneras de mostrar a un hombre que entra en una habitación”. La idea subyacente en esta afirmación era que solo hay una, la que dicta el sentido común en el que se basaría, supuestamente, el cine clásico. O como me decía Zukerfeld en su correo: “El cineasta sabe que puede haber más maneras, pero su profundo clasicismo reside en el hecho de hacernos creer que aquella que estamos viendo es la única posible”. De eso se trata, y eso es lo único que intenta el cine: hacernos creer en algo, en una ficción destinada a suplantar al mundo real, en una representación construida con los restos de esa supuesta realidad una vez devastada por la ficción. Por eso hay un cine de ahora mismo que no tiene ningún sentido, y es aquel que finge incidir en esa realidad que en realidad no existe. Escribo estas líneas casi al mismo tiempo en que se reparten los Oscar de este año y compruebo que las ganadoras solo tienen que ver con esa idea falsa: Nomadland o el cine sobre la crisis económica, The Father o el cine sobre el Alzheimer, Minari o el cine sobre la inmigración… ¿Y qué pasa con el cine sobre nada, que solo se preocupa y se cuida de sí mismo con el fin de que nos importe a todos?
Eso es No existen treinta y seis maneras de mostrar cómo un hombre se sube a un caballo (2021), la película que finalmente logró hacer Zukerfeld. En la primera parte, una serie de fragmentos de films de Walsh muestran, claro está, a hombres y mujeres en el trance de montarse a un caballo. En la segunda, el cineasta investiga el origen de la frase consultando a diversos colegas que pueden tener algo que decir al respecto, remitiéndose a la ingente bibliografía sobre el tema. Poco a poco, la pesquisa se convierte en lo único que existe, se inscribe con tal furia en los márgenes de la pantalla que no deja lugar para otra cosa, que usurpa la realidad misma, o lo que de otro modo llamaríamos ‘realidad’. La fragilidad de esas viejas imágenes, su insignificancia, o incluso el absurdo de esa indagación, acaban teniendo más sentido que cualquier Gran Tema, abandonan toda nostalgia cinéfila para ocupar el único paisaje posible de este tiempo nuestro, tan necesitado del roce con otros tiempos y otros mundos.
En esta sección sobre cine, Carlos Losilla se lanza al abordaje. Primero, para hablar del cine que lo rodea, que es el de su tiempo y el que debe entender día a día, sin descanso y asumiendo todos los obstáculos al respecto. Segundo, para buscar la mejor manera de escribir sobre él, lo cual teme que suponga otra lucha a brazo partido. Y tercero, para cuestionarse a sí mismo como alguien que escribe sobre cine, para ver si eso le basta o no o qué será de ese intento de abordaje.
Puede ser que sí, que el caballo (de vapor) de ‘Llegada del tren a la estación de La Ciotat’, de 1896, esté entrando en las ruinas del viejo cine de Taipei para decir ‘Goodbye, Dragon Inn’ (2003), simplemente y nada menos. Un saludo.
Gracias por tu comentario, Javier. Aunque lo parezca, tampoco soy tan pesimista: de las ruinas surgen siempre nuevas imágenes, aunque sean las de las propias ruinas, fragmentos, retazos… Y eso es también hermoso, ¿no? ¡Saludos cordiales!
Hermoso texto, no puedo estar más de acuerdo… Que bello eso de: “escombros de una cultura en trance de desaparición”, que cierto y extrañamente intrigante y atractivo.
Desaprender, desaprender, y a pasitos disfrutar de esa belleza al margen, de ese cine que deambula compañero más que maestro.
Gracias, Carlos!
Gracias a ti por tus palabras, Alex. Sí, desde los escombros se puede ir hacia atrás, desaprender y desaparecer un poquito, que demasiada presencia tenemos ya en todas partes… Y gracias por la alusión a ‘Deambulaciones’, un libro que, en efecto, intenta encontrar, en todas sus páginas, algún que otro compañero de viaje, aunque sea provisional…
Gracias por tu comentario, Javier. Aunque lo parezca, tampoco soy tan pesimista: de las ruinas surgen siempre nuevas imágenes, aunque sean las de las propias ruinas, fragmentos, retazos… Y eso es también hermoso, ¿no? ¡Saludos cordiales!