No hay nada más humano que otro humano cubriéndose con la caperuza multicolor de la ficción para retratar, desde el punto de vista extraterrestre, lo que tenemos de ‘extraño’ los seres vivos animales racionales: la humanidad. Pero, “es que no conocemos más”, “es que somos así”, “ni nosotros mismos nos entendemos”… podríamos decir. Ejemplos hay miles, pasando por la archiconocida E.T. the Extra-Terrestrial (Steven Spielberg, 1982); donde nos dimos cuenta de lo importante que era el hábitat para cualquier forma de supervivencia y la auténtica comunicación como lazo insalvable para regresar a la tranquilidad del hogar, casi el noventa por ciento de nuestra felicidad. Pasando por Under the Skin (Jonathan Glazer, 2013); donde aquello en lo que todo ser humano se parece, lo exterior, lo carnal, se convierte en pedazos de alimentos para alienígenas porque a la extraterrestre de este film le están vetadas las condiciones humanizantes internas, por más que lo intenta desde su intelecto foráneo: nuestros pensamientos, nuestras emociones, ‘lo que nos diferencia y unifica’. O, en su fase más aberrante, el humor extremo de la serie Solar Opposites (Mike McMahan & Justin Roiland, 2020); donde la permisividad del dibujo animado y la acidez de sus guionistas montan y desmontan unos seres humanos capaces de, incluso miniaturizados, seguir en involución, siendo tribales y asesinos, y no tan creativos con respecto a lo que podría ser ‘una vida mejor’ y menos limitativa, al fin y al cabo, piensan los extraterrestres sin llegar a comprenderlo, es “lo único que tienen, por qué lo malgastan”. Hay miles de casos más… escritos por humanos desde el punto de vista del extrahumano, que mira desde fuera intrigado, y que al que escribe le sirve para romper la dureza con la que me enfrento al relato de este film que revisiono. Estos y otros sirven para ilustrar aquello que no se entendería extraterreanalmente, pues la nostalgia, la supervivencia o la envidia y la ironía son propias de lo que nos hace ser como somos: humanos.
Pero Petra (Jaime Rosales, 2018) es otra cosa… Siempre me gustó imaginar que tenía delante al poeta y que le preguntaba: “¿Estás preparado para que yo, lector, indague en tu psique y saque mis propias conclusiones a partir de la materia que tú nos entregas? ¡Sin acritud, pero sin cortapisas!” Nunca me contesté. Primero, porque como homínidos los dos, podíamos pensar exactamente lo mismo, tan grande y tan pequeño sería el descubrimiento entonces, que era preferible el silencio como respuesta, pues engrandecía el misterio y daba pábulo a la continuación de los interrogantes (a seguir leyendo, filosofando y descubriendo). Segundo, por motivo a equivocarme, de mono a mono, de mono romántico a mono violento, o de mono con ínfulas de profundo a mono casquivano… Después, en la plaza pública de la interpretación como es este caso, donde el poeta es el realizador y el mono opinador el que suscribe, en el sentido de libre cotejo, sólo quedarán las letanías de lo observado.
Es curioso que Petra, la película, sea narrativamente tan concisa, respondiendo a lo que Linda Seger llama cuestión central: ¿Quién es el padre de Petra? Y, a la par, en su a-narratividad en cuanto al orden de los capítulos, tan prolífica en cuanto a cuestionamientos. Este descoloque de capítulos, guionisticamente o en la sala de montaje y que personalmente agradezco pues no me enfrenta de golpe a la tragedia, dosifica en pequeños dramas, de apariencia insignificantes, la videolectura y va marcando muescas que no cicatrizan, dolor que suma y sigue hasta el desmembramiento final. ¿Hay final? ¿No era que buscábamos el padre, el principio? Aquí, la Humanidad de nuevo, irresoluta.
El padre de Petra es un Dios cruel que utiliza su poder porque él mismo antes fue un súbdito de la vida inhumana, es su venganza personal e implacable a todo ser vivo que pueda follarse por el placer de la dominación, que pueda esculpir con sus manos como lo demuestra con sus esculturas grandilocuentes. Macho alfa con A mayúscula. El tótem al que hay que derribar, el nudo gordiano que sólo la espada puede cortar cuando este lazo se ha agangrenado. Dios que, desde el inconsciente infantil y juvenil de quién lo busca, ha venido a actualizarse, a nuestro mundo de adultos, y al que ahora ya se puede eliminar porque ha mostrado su falsa presencia. Es, en definitiva, un Dios prepotente, que nos crea para destruirnos con el más despiadado crimen que haya, el tiempo del ninguneo paulatino: nos regala ‘el ser’ para negarnos ‘el que seremos’ (nos quita vida, nos deshumaniza).
Repito que son de agradecer estos movimientos de fichas secuenciales, porque entre tanta carga de tensión que supone la siempre compleja indagación identitaria, se cuelan, por las rendijas de la trama, píldoras de suavidad que nos reconcilian: el arte fotográfico para rescatar las memorias (el homínido fue el primer animal que al respetar a sus muertos consiguió diferenciarse); o, la benevolencia de la fraternidad, la hermandad cariñosa saltándose el tabú de las relaciones entre miembros de una misma tribu; en un relato de núcleo áspero al que rodea el arte como búsqueda de uno mismo (aunque esas obras no se vendan al público, no comuniquen lo suficiente, y sirvan tan sólo, y tan mucho, como autoindulgencia expresiva de ese tanto por ciento que nos faltaba para la felicidad completa: la libertad).
Pepitas, que dirían los franceses, también de amabilidad en el trabajo de diseño y operación de la cámara, con esas pinceladas entrando y saliendo de salones, habitaciones, cocinas, terrazas y exteriores agrestes. Panorámicas convertidas en dialéctica clarividente que muestran el entorno donde sucede ese diálogo jugoso para el conocimiento entre los personajes (la verdad la presenta el realizador pero, me temo, que el juicio solo es del espectador). Horizontalidad para ser escuchado, y comunicar para ser querido (no necesariamente entendido, como diría Luis Cernuda). Y, en el flujo de estos recorridos izquierda derecha versus derecha izquierda, los vasos comunicantes del cerebro y el corazón, hacer que la comunicación siga adelante, que podamos crecer madurando y evolucionar hasta lo único que (como monos listos) conocemos, más allá de las piedras. Petra, nombre propio, femenino de Pedro, que significa ‘piedra’, más allá de lo animal si cabe (sin endiosarnos, derribando mitos que opriman, sin fingir); racionalizando lo que nos une (como esa abuela Marisa que toma el nombre de la actriz, en una de las mejores interpretaciones que recuerdo de Marisa Paredes); admitiendo, en definitiva, la falta, y sincerándonos a tiempo con nosotros mismos y con los homínidos con los que nos toca compartir esta Zoo-Vida.
Como coda final siempre recomiendo algunas películas que, durante el visionado de la que escribo, me han recordado a ellas, o apuntan rasgos estilísticos o a niveles de contenido similares; pero esta vez, tan sólo el más famoso elipsis de la historia del cine en 2001: A Space Odyssey (Stanley Kubrick & Arthur C. Clarke, 1968) donde unos primates descubren un monolito que los conduce a un estadio de inteligencia superior (que no mejor); y el libro de esquizo-filosofía El AntiEdipo. Capitalisme et Schizophrénie (Gilles Deleuze y Félix Guattari, 1972) que nos intenta razonar cómo los regímenes primitivos, despóticos y capitalistas, intentan reajustar nuestros deseos de hombres monos.
Título original: Petra
Dirección: Jaime Rosales
Guion: Jaime Rosales, Clara Roquet, Michel Gaztambide
Fotografía: Hélène Louvart
Reparto: Bárbara Lennie, Àlex Brendemühl, Joan Botey, Marisa Paredes
Productoras: Fredesval Films, Wanda Visión, Oberón Cinematográfica, Les Productions Balthazar, Snowglobe Films, TVE, Movistar+, TV3
España, 2018
107 minutos