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La oficina de objetos perdidos: Interior, Exterior y ‘Aloys’ siguiente

Javier Búrdalo
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… en el museo de la escarcha.
Hay un salón con mil ventanas.

Pequeño vals vienés, Federico García Lorca

A modo del Gran Museo de El Cairo con respecto a la egiptología, vamos a abrir la gran Galería del Cine y mostrar en sus paredes el código que, más que centenario, ha ido conformando nuestras lecturas cinematográficas. Así nos lo han enseñado, así lo hemos aprendido. Habrá salas de la Antigüedad para los planos generales de los hermanos Lumière, salas del Eterno Debate entre quién descubrió y fundó el primer plano, si fueron europeos o norteamericanos, o fue el azar y las ganas de acercarse al rostro como corolario de la verdadera expresión de lo que somos. Y luego, habrá salas Métricas para los planos medios, los tres cuartos, los enteros… así, hasta las salas que acompañen en el vuelo a nuestras miradas y nos liberen del anclaje de la cámara, con movimientos catalogados y con aquellos que estén por venir, pero que continúen pintando el espacio y rediseñando el tiempo.

En un pequeño salón dedicado al hermano bastardo del cine, el Vídeo, podrían ir las imágenes iniciales de Aloys (Tobias Nölle, 2016): ese grifo abierto sin motivo, en esa cocina deshabitada con frigorífico vacío, por esos pasillos desiertos donde el travelling avante nos lleva hacia la cámara de DV tirada en el suelo, encendida para nadie, registradora, memorística, pero de receptores ausentes. Moribunda que aún respira justo en el corte a fondo rojo que, sin pudor, nos muestra el cadáver del padre de Adorn Aloys, nuestro protagonista y detective privado. No hay que dar más señas para saber que nos enfrentamos a una obra existencial, no la escribe Albert Camus, pero tenemos nuestro ‘extranjero’.

El espectador sagaz que se haya detenido en la sala de los códigos perpetuos que acompañan tanto al cine como a la existencia, habrá descubierto que Aloys oscila entre ese INT/EXT que es de obligado cumplimiento en la escritura de todo guión cinematográfico —de función facilitadora, física y productivamente, desde la fase de preproducción—, pero que en esta película nos regala numerosas capas de profundidad y pretendida sutileza:

Están los interiores espaciales y reconocibles por donde deambula Adorn Aloys (el apartamento, la oficina, el garaje, el autobús,…; incluso subespacios como la bicicleta estática que se desplaza hacia ningún lugar, o su coche aparcado y oculto).

Luego, la muñeca rusa nos desvela los interiores voyeuristicos que ha grabado la cámara de Aloys justo hasta ahora que muere el padre, y parece terminar su vida laboral también (aquí el psicoanálisis acompaña a la filosofía —el sacrificio edípico de la  videocámara—): imágenes y sonidos que, a pesar de ser exteriores, al ser tomados sin consentimiento se convierte en claustrofóbica realidad y curiosidad malsana.

Entre los planos que justifican la ocupación investigadora y el tiempo libre están los interiores de un exterior falso que suponen el zoo urbano, el terrario de la iguana que es abandonado en el sótano (sub-sub-espacio), como lo son el propio apartamento para el gato, e incluso el parque, rutinario en las idas y venidas de Aloys a su ‘hogar’, personaje que se nos fotografía sobrevolado y nebuloso: él cree que imperceptible. Aquí podríamos añadir el fabuloso plano general-estilema del autobús descansando en el hangar, y donde Aloys ha quedado atrapado, quizás por su borrachera, quizás para siempre (el ataúd siempre fue un símbolo muy apreciado por los simbolistas).

Los muros que protegen todas esas cáscaras de vida aletargada, solitaria e íntima, que vienen a certificar el código del Buen Detective:

Cree en tu invisibilidad.
Evita los espejos.
Y sé más silencioso que el viento.

¡Dinamitan! Las máximas que avalan el oficio y la vida de Aloys son tiradas por tierra (literalmente, porque será su vecina Vera, a la que se le caerá la tierra para las macetas en el descansillo, la que aprovecha la ocasión para conocerlo). El ladrón visual de otras vidas no sabe que va a ser pillado. Vapuleado. Aloys, el que nos graba mientras hablamos, cantamos, comemos, reímos, cocinamos espaguetis o hacemos el amor, va a ser robado (no su videoteca de más de cinco mil casetes de vida privada). Desplumado, porque vamos a conocer sus secretos más íntimos, su subconsciente y sus deseos. Y será castigado con lo que él más temía: exterioridades (en una acepción triste, la de cosas con que se aparenta algo que no es o no hay y por lo tanto resulta falsa):

Como esos grandes ventanales cinemascope (el portal y la abstracta sala de espera —que lo mismo es un sanatorio, que un tanatorio, que un imaginario—), donde escuchamos la durísima confesión caracterológica del protagonista al decir que, en el exterior, hay una fiesta a la que no quiere ser invitado porque toda fiesta llega a su fin, y porque más tarde los que van quedando son de nuevo invitados a las siguientes fiestas, pero cada vez están más solos, y no hay lugar para los solitarios en las fiestas… Paradoja del vitalista que reflexiona, sin duda.

Exterior ilusorio en ese bosque frondoso que sin embargo hay que respirarlo profundamente. Fantasía que obliga a sentir las hojas frescas… Lugar de encuentro entre Aloys y Vera, empeñados en quererse a golpe de cabeza contra la pared, o al menos a entender el sumatorio de dos laberintos mentales que son siempre barrera y, sólo a veces, contacto, caricia mano-mano, pie-pie,…: hallazgo erótico.

Naturalezas fingidas que Vera intenta reconstruir en el interior de su apartamento, fotografiando y clasificando plantas y animales. Relaciones virtuales que, ya, a ella, no le satisfacen. Porque ella cree que el sonido es la interfaz del pensamiento, y por tanto la imaginación está más próxima si se escucha la voz del otro, siempre reacio a empatizar, educado en su endurecimiento de personalidad, enredado en los cables telefónicos, poco amigo de animales domésticos, ajeno a universos infantiles (la niña china que le recuerda que la lluvia existe) o a despedir de los difuntos con petardos y fuegos artificiales, celebrar dejar marchar tarde o temprano.

En definitiva, exteriores dañados que acaban en Urgencias, donde la posibilidad de sanación es el amor, la imaginación, la ficción incluso… Todo aquello que sea más el vivir que el intentarlo.

Al final de la visita museística, el espectador impaciente echará en falta la sala de las nuevas aportaciones, donde la cinematografía de los últimos años, a la que pertenece Aloys, sigue construyendo lenguaje. Lengua que quizás ahora por la proximidad de la obra suene a jerga, que parece escaparse de la definición, o que se sigue nombrado con taxonomías antiguas, por respeto, por no caer en la incomprensión de la originalidad. Sin percibir que hay siempre pequeños resquicios de (re)escritura que pueden aportar al menos vitalidad para que ese glosario continúe y el séptimo arte avance. Como si al cinematográfico gato únicamente pudiera ponerle el cascabel (o el magnesio) del presente un experto en tecnicismos, o como si nada hubiera sucedido desde la vista panorámica al plano cazado con un dron, o, al revisar la escala que va del plano cenital a la microscopía del detalle, estuviera todo dicho; el mapa genético del Cine ya resuelto y, al cerrar la puerta del laboratorio, supiéramos que no es así.

Al que escribe, como referencias, similitudes o complementos, le vino a la memoria durante el visionado de Aloys: Blow-Up (Michelangelo Antonioni, 1966), así como Magnolia (Paul Thomas Anderson, 1999), y también, Caché (Michel Haneke, 2005).

Título original: Aloys
Dirección: Tobias Nölle
Guion: Tobias Nölle
Fotografía: Simon Guy Fässler
Reparto: Georg Friedrich, Tilde von Overbeck,
Productora: Hugofilm Production en coproducción con Petit Film, SRF, SRG, ARTE
Suiza, 2016
91 minutos


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