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‘Allegro’, la nerviosa persistencia de la memoria siguiente

Javier Búrdalo
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Suena a obviedad y suena a locura: en cinematografía, la fotografía no existe. Es decir, que si detenemos la proyección, la kiné (el movimiento), para encontrar la fotografía, el fotograma, los grafos (la imagen), perdemos la narración. O, al contrario, el cine son sólo fotografías en movimiento y la narración, madre del mensaje y portadora de las emociones, sólo la construye el espectador en su mente. Aquí, sin ánimo de ser profundamente irritantes con la cuestión dual de casi todos los interrogantes que nos acompañan a lo largo de nuestra existencia, ahondar nos llevaría a Gilles Deleuze y su imagen tiempo y/o movimiento; o a Henri Bergson por aquello de que las acciones del verbo vivir al detenerse son muerte, morir, o al menos hibernación.

En Allegro, contada desde la desazón, todo esto se acentúa: el tiempo necesita moverse hacia atrás, hacia delante, e incluso cuando parece detenido en esa Zona de una ficticia Dinamarca anestesiada, cuando el fondo del fotograma de la ciudad es congelado, uno niños que juegan al balón terminan por irritarlo y nos parpadea; o la porra de unos policías municipales igualmente lo golpean para que una ciudadanía incrédula verifique que aquello esta semivivo, aletargado sí, pero no estáticamente muerto. Y las imágenes que configuran los flashbacks, que se niegan a serlo por la insistencia del protagonista, Zetterstrøm, desean formar parte del ‘ahora narrativo, se autoactualizan. Porque en Allegro se habla de la reticencia para responsabilizarse de lo que realmente pasó, y si no se quiere aceptarlo se nos dibujará un pasado naif para que todos lo entendamos con pinceladas infantiles, para que asumamos y que a nadie le quepa duda de su otrora realidad, como si en el stand by de la memoria esta necesitara compromiso y calor para materializarse aunque sea sólo mentalmente, como concepto, ya es algo.

Los espectadores sobrevolamos el filme, la visión completa del campo de ataque, y luego, procesada la información, atacamos a nuestro antojo o producto de nuestro instinto, los fotogramas claves, las escenas significativas, las secuencias que verdaderamente importan, el quid de la cuestión de las películas que se construyen en nuestra mente, a veces alejadas del resultado pretendido o la exquisitez del realizador. El director entrega su obra, el espectador (re)construye su otra realización a partir de sus observaciones, se monta su propia película, fenomenológicamente, podríamos decir.

En Allegro, donde la voz es el desasosiego, todo esto se multiplica: lo hace el punto de vista de la cámara, que intuye lo que puede verse en una Copenhague siempre nocturna, por eso se nos entrega el grano grueso, de paparazzi, porque no sólo nos inmiscuimos en la vida de un excelente pianista, los encuadres bamboleantes retratan también su negación a revivir la pasión pasada, el daño que lo hizo mejor intérprete, pero incompleto como persona. Y el montaje redunda y hurga ahí, en Andrea, en el Amor, fundiendo y cortando sin previo aviso la narración actual, incluso manteniendo el fundido sin decidirse si ir hacia atrás o adelante, sin precisar, como durante esa conversación en el interior del coche, donde los rostros se medio-funden con árboles verdosos a pesar de la noche cerrada, a modo del mapa neuronal de una memoria que está naciendo y localizándose cerebralmente en el lugar donde residirá para siempre —al menos que el autocontrol sea diario, austero, coartante y dictatorial— como lo es en Zetterstrøm.

Ni siquiera la luz, que podría ir directamente al negro para puntualizar el olvido, lo hace, apagarse, siempre hay un resquicio: el que nos muestra el título del filme, la luminaria de mechero cuando Zetterstrøm entra en la Zona, la guantera del vehículo que nos conduce al ayer… iris mínimos que esperanzan la sanación del alma. Porque Tom, el narrador, y el espectador nos negamos a ponernos una venda en los ojos como quiere Zetterstrøm con sus oyentes —no quiere ‘espectadores’ que se distraigan de sus Variaciones Goldberg con otras consideraciones—, en un intento de detener otro arte secuencial como lo es la música en una brillantez exenta del doloroso calor interno del intérprete. Tendremos que morder el polvo para entender que hubo amor, nos recuerda Tom, y refugiarnos en un arte aséptico pero sin talento, ya no es posible. La conciencia tiene que visitar esos bosques donde se reflejan el rojo y el blanco como frutos prohibidos, pero puros, con los que alimentar el espíritu creativo. Y si no sabes cómo llegar, el señor memoria te ayudará a través de postales, fotografías, planos y cuadrículas localizadoras que señalan el lugar exacto, el mapa del tesoro que materialice la aceptación del pasado, con su felicidad, su ternura, su pena y su perdida. Son quizás estas conversaciones con Tom —que recuerdan a las que mantenía el ciudadano Kane con su esposa en esa mesa que iba distanciándoles a medida que avanzaba el metraje—, donde la cámara se detiene para el plano más teatral, general y fijo en cuanto a interiores, un dialogo imposible entre Zetterstrøm, el enemigo de afrontar sus recuerdos, Tom, el consejero terapéutico, y el espectador, donde nos enteramos que la Zona no ayuda si tú no colaboras, incluso te robará el talento —aquí el agua otorga la genialidad y también quita la vida a Andrea, su amor y musa— porque te habrá inducido a remover los lodos de ese ‘pequeño error’ de amar que se introdujo en tu vida y en tu arte.

Y tal como viene se va, rememoras, saboreas o escupes, y ya está, la anestesia se mea, la operación ha finalizado, te has mordido el ridículo —Zetterstrøm, el gran Zetterstrøm, tiene que tocar en un piano para niños que suena mal y en el que apenas caben sus dedos—. La cirugía del carácter deja leves cicatrices, todo lo demás va a esas grandes cajas que rodean al infante que un día fuimos y que nos mira desde el almacén, alejándose de ‘nuestro yo’, como lo hace la cámara hasta el cenital, para llegar a nuestras rutinas presentes.

Durante el visionado de Allegro, el que escribe también ha recordado, quizás como complementos, quizás como referencias, El contrato del dibujante, 1982, y El vientre del arquitecto, 1987, de Peter Greenaway. 

Título Original: Allegro
Dirección: Christoffer Boe
Guión: Mikael Wulff, Christoffer Boe
Fotografía: Manuel Alberto Claro
Reparto: Ulrich Thomsen, Helena Christensen, Per Fly, Henning Moritzen
Productoras: Alphaville Pictures Copenhagen, Det Danske Filminstitut, DR Danish Broadcasting Corporation, SF Studios, Nordisk Film
Dinamarca, 2005
88 minutos  

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