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El tiempo lento siguiente

Javier Vallhonrat
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La meteorología es especial en la alta montaña: sus condiciones geográficas le otorgan una cualidad particularmente extrema y cambiante.

Mis proyectos en alta montaña me confrontan constantemente con la frustración, la incertidumbre y el miedo, pero sobre todo con el deseo. En muchas ocasiones salgo a la montaña cuando las predicciones meteorológicas no pueden ser peores y vivo la ilusión de que voy a encontrar lo que busco. Salgo cuando miro a lo lejos y percibo, en el fondo oscuro del valle, las cumbres de las montañas engullidas por masas de nubes densas.

En junio de 2011 llevé a cabo mi primera ascensión al glaciar de La Maladeta subiendo un pedrero inmenso salpicado de manchas de nieve antigua extrañamente amarillenta y mineral. Me sentía invadido por intensos sentimientos de inquietud y amenaza; en un cambio brusco de inclinación de la pendiente descubrí destacándose de un vacío lechoso unos puntitos flotantes: eran tres personas que descendían dibujándose sobre una rampa de nieve sucia que se confundía con un cielo gris pálido. Después de media hora más de ascenso apareció el glaciar: una inmensa extensión blanquecina, interminable, sin horizonte, fundiéndose en la niebla gris; pura incertidumbre.

Seguí ascendiendo y, llegado a un paso obligado (a casi tres mil metros), emergió el glaciar del Aneto como una realidad de otras dimensiones. Había que bajar por un corredor de nieve vieja, dura como la piedra. Aunque llevaba crampones y piolet estaba tenso y preferí no mirar hacia lo que se intuía abajo: sentía vértigo, el peso de la mochila me desequilibraba y me agarrotaba mi torpeza de primerizo. Las grietas entre la nieve y las rocas que se veían abajo eran profundas, no se veía el final de la rampa y eso aumentaba la sensación de amenaza y vulnerabilidad.

En ese estado entré en el glaciar. Hacía un viento helador y las nubes jugaban a tapar y a descubrir el sol. Después de varias horas cargando el equipo (buscando una foto) no veía más que nieve, rocas y manchas de luz que jugaban caprichosamente a recorrer la abrumadora extensión. Empezaban a invadirme la frustración y el cansancio.

Moverme por ese terreno con una cámara de gran formato montada en un trípode lo ralentizaba todo. La lentitud, la paciencia, el estado de atención y de receptividad que se iban instalando no solo eran asuntos propios de trabajar con una cámara de placas, sino también de la montaña en sí.  Algo radicalmente distinto del intenso ritmo propio de un recorrido en alta montaña cuando el propósito es llegar a una cumbre o alcanzar un lugar señalado. Sin embargo, con mi atención centrada en lo que acontecía, moviéndome en un ritmo lento la adrenalina y la inquietud habían desaparecido y sin darme apenas cuenta la excitación había sido sustituida por una voluntad de observar lo que me rodeaba pausadamente, hacer silencio y escucharme a mí mismo con atención.

La experiencia de ir avanzando poco a poco, caminar, parar y volver a avanzar constituía el nicho necesario donde podían surgir oportunidades. Daba prioridad a la percepción atenta de la topografía, de los agentes meteorológicos, de la luz tan especial y cambiante, de las relaciones sutiles que se establecían entre todos estos elementos. Buscaba algo que ni yo mismo conocía; observaba, me paraba, entornaba los ojos y volvía a ponerme en marcha sin siquiera montar la cámara: el itinerario se iba tiñendo de una cualidad flotante. Los pequeños cambios que se daban ante mí iban cobrando relieve y adquirían presencia: me iba instalando en un estado de receptividad acrecentada. Pasaba el tiempo y, cuando decidí hacer la primera foto del proyecto, lo que aparecía en el cristal esmerilado de la cámara 9 x 12 era una imagen sin objeto, como si el ritmo lento me hubiera permitido ser más receptivo y me hubiera parado en lo previo a la imagen; pensé que tal vez el ritmo con el que nos movemos habitualmente nos impide observar y nos empuja a hacer iconos, pero no era esto lo que buscaba en mis proyectos.

Después de un rato interminable, frustrado, me muevo hacia otro sitio.  Justo entonces arrecia el viento y comienza a formar nubes de nieve. No obstante, una vez preparada la cámara, todo vuelve a cambiar. Empiezo a agotarme en este juego; no consigo estar atento, alerta y relajado. Comienzo a exasperarme. Además, se levantan nubes de fragmentos de pequeños cristales de hielo y tengo que ponerme de espaldas al viento: hacen mucho daño en las partes de la cara que quedan al descubierto. Los remolinos de nieve y viento golpean con fuerza y te pillan sin estar sólidamente apoyado en tus pies, te tiran al suelo con cámara y trípode. Es tan sobrecogedor, tan brutal y delicado que no me percato del miedo.

Me meto por una senda que adivino en la nieve. Busco paredes de roca y las encuentro. El viento se arremolina y arranca de la pared velos de polvo de nieve. Sobre esta danza de cortinas blanquecinas un pino con ramas retorcidas dibuja una estampa japonesa. Intento acercarme dos metros más a la pared, pero es una odisea porque me hundo hasta el muslo a cada pequeño paso que doy. La violencia del viento, los cristales que se te clavan en la cara, la niebla y la nieve que borran el camino contrastan de manera increíble con la delicadeza de las cortinas que revolotean y acarician la roca. Me siento cansado, irritable y profundamente agradecido.

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