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Juan Zapater
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En La bruja, primer largometraje de Robert Eggers, el nuevo enfant terrible del cine estadounidense cometía, en el momento del desenlace, el mismo error en el que incurría el Lars von Trier de Rompiendo las olas. Se trata, por supuesto, de un error discutible toda vez que no faltan voces que no lo consideran así. Lo incuestionable, se esté de acuerdo o no con ello es que, esos últimos movimientos, corro en sensiblemente lo que aparenta tener vocación de obra abierta. Son, en ambos casos, gestos reduccionistas que dejan al público sin libertad para disentir, sin capacidad para imaginar, para creer o descreer. 

En el caso del danés, en un filme deudor del Dreyer de La palabra, von Trier evidenciaba la presencia de lo divino al mostrar unas campanas, alegoría de lo extraordinario, como contraplano a una hipotética recuperación milagrosa. ¿Broma irónica? No lo parecía y no lo merecía. 

En La bruja, toda la ambivalencia, toda la incertidumbre de un filme sobrecogedor también, en algún modo, ligado a Dreyer; Eggers escenificaba la orgía del aquelarre mostrado como real. Así, lo real se preñaba de fantasía dejando sin poder y sin niebla esa zona desconocida. Desarmaba ese “saber que no sabemos” qué nos hace criaturas (más) humanas.

No obstante, esa salida final no invalidó algo obvio, Robert Eggers posee un sentido de la puesta en escena y una capacidad para equilibrar el plano e imprimir ritmo a sus historias al alcance de muy pocos. De manera que el anuncio de la llegada de El faro fue una de esas señales esperanzadoras. Para su segundo largo, Eggers (New Hampshire, EE.UU., 1983) se ha armado con sus mejores argumentos. Uno, ya se ha dicho, su capacidad plástica para la composición visual.

Controla el paisaje y el paisaje en sus manos reverbera ecos de transcendencia. Pero también controla la palabra y, como director de teatro, sabe de la importancia del actor. De modo que aquí fondo y figura conforman una unidad de obvias ambiciones simbólicas.

Los minutos iniciales de El faro apabullan. En ese sentido, este filme de Eggers comparte con el Oliver Laxe de Lo que arde, los dos mejores inicios que se han visto en el cine de los últimos doce meses. Dicho de otro modo, el segundo filme de Eggers arranca con grandeza wagneriana, con fuerza hipnótica, con un desafío a lo posible y a lo real. Filmada con estrategias propias del cine silente, Eggers no trata de recuperar la inocencia perdida que presidía las primeras obras de Guy Maddin. No filma al modo de Lang, Sjöstrom y Murnau, no bucea en los abismos del surrealismo ni pretende desenterrar los tesoros del cine experimental de los años 20. 

Lo suyo nace de una calculada estrategia que se sirve del ayer y del mañana, una mezcla de cine expresionista en blanco y negro con el apoyo y todos los medios de la tecnología punta.

Ha escogido un referente sobre el que nadie ha osado restarle ni un sólo ápice de su fuerza alegórica: los faros. En uno de singular belleza, en un mar de rabia e insania, dos personajes se enfrentan en un duelo interpretativo. Hay algo más que casualidad en el hecho de que uno de ellos sea el Dafoe que protagonizó para von Trier El anticristo. El otro, Robert Pattinson, un valor seguro que empezó haciendo cine de terror para teeanagers palomiteros y que ha trabajado con pesos pesados como Cronenberg, Denis, Herzog y Gray. Cuando en El faro se impone lo exterior, el mar, el plano general; la película hechiza. Cuando Eggers se ancla en el duelo actoral, en un pulso de gesticulaciones y depravación, El faro languidece. 

Fascinante en muchos momentos, excesiva y altisonante en otros; Eggers ha levantado otro peldaño en una carrera que se percibe interesante, pero que aquí naufraga entre el recuerdo al Polanski juvenil y un exceso de pretensiones de muchas referencias y pocas ideas propias.

Título original: The lighthouse
Dirección: Robert Eggers
Guión: Robert Eggers, Max Eggers
Fotografía: Jarin Blaschke
Reparto: Willem Dafoe, Robert Pattinson
Productoras: A24, New Regency Pictures, RT Features
EE.UU., 2019
110 minutos

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