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Fotografía en siete asaltos siguiente

Juan Varela
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En el ensayo Voz en off. Relatos en torno a lo fotográfico (Muga, 2020) Enrique Lista habla de fotografía “por no estar callado”. Esta negativa al mutismo le permite repasar algunas de las más célebres contiendas a las que se ha enfrentado la fotografía.

Primer asalto: fotografía versus realidad. En este 2020 se cumplen tres décadas de la invención de Photoshop, el programa que aniquiló la confianza en la fotografía como expresión de autenticidad, como registro incontestable de lo real. Aseguras en Voz en off. Relatos en torno a lo fotográfico que el noema barthesiano de la fotografía como “esto ha sido” ha sido sustituido por el “érase una vez” que da comienzo a las narraciones fabulosas. ¿Significa también el principio del fin? ¿Estamos, como afirmó tajante Joan Fontcuberta, ante la ‘muerte’ de la fotografía? ¿Tiene sentido plantearse hoy en día esta crisis de credibilidad como algo inherente a la imagen y no al sistema político, económico y social en que dicha imagen se produce?

Quizá lo que no tenga sentido sea separar esos ámbitos. Régis Debray analizaba la imagen desde sus dimensiones técnica, política y simbólica, lo cual es otra forma de enfrentarse a la complejidad de conexiones a la que apuntas. Quizá solo nos falte alguna alusión a un sistema de creencias en sentido más tradicional, es decir, religioso. Hablar de religión nunca está fuera de lugar cuando se habla de imagen, pero también cuando se habla de las crisis de credibilidad, pues todas ellas se producen por pérdida de confianza, son de algún modo crisis de fe. En cualquier caso, incluso en las crisis hay algo que permanece, aquello que precisamente nos hace ver la ‘crisis’ por oposición a la ‘normalidad’. La fe nunca se pierde tanto como para perder de vista la creencia (heredada) de la cual se duda. Encaucemos esto a nuestro terreno: cuando se habla de postfotografía se hace en términos fotográficos, en ocasiones incluso bastante tradicionales. No es posible hacerlo de otro modo, como delata la mezcla de rechazo y dependencia que manifiesta el neologismo (solo relativamente nuevo, comenzando por la relatividad y familiaridad del post inicial). Las raíces de nuestro modelo de representación no se han movido, y tal vez solo ha cambiado el repertorio de herramientas de representación, aquellas de las que disponemos para imaginar el mundo, para ponerlo en imagen. En una entrevista también publicada en LUR, Alberto Ruiz de Samaniego decía que, en lo que a la fotografía se refiere, “Lo revolucionario es la técnica, no la mirada”.

Por mi parte, no veo el final de la fotografía, como tampoco veo el final de lo real, y mucho menos de la ficción. La fotografía ha jugado ambos juegos desde el principio, y no creo que Photoshop haya cambiado mucho la proporción entre ingenuos y críticos. Por otra parte, cuando hablaba del paso del “esto ha sido” al “érase una vez” no me refería a un relevo entre dos maneras de entender o leer las fotografías, sino a dos modelos teóricos (o al menos metafóricos) que se ajustan a diferentes conjuntos de prácticas fotográficas. El primero, propuesto por Barthes, pudo ajustarse a un gran número de fotografías de uso, estética o ética documental (el dar testimonio de lo real es fundamental en ellas), pero no encaja con prácticas en las que se deja entrar la ficción (o en las que se hace evidente que nunca se la había llegado a expulsar). En 1840 Hippolyte Bayard escenifica su muerte para denunciar la falta de reconocimiento a su labor en el nacimiento de la fotografía: érase una vez un inventor agraviado… o la ficción fotográfica.

Segundo asalto: una imagen versus mil palabras. Enfrentemos a dos pesos pesados. Dice Susan Sontag que “la producción de imágenes también suministra una ideología dominante”. En cambio, Umberto Eco matiza que dicha ideología requiere un relato, un texto previo que la fotografía no genera sino que usa como apoyo. Aclaremos de una vez: ¿una palabra vale más que mil imágenes?

Pondría a estos dos pesos pesados a colaborar en lugar de competir: también Sontag decía que las fotografías no pueden crear una posición moral. Lo que caracteriza a este tipo particular de imágenes es su radical ambigüedad, su silencio expectante. La relación de las fotografías con las ideologías, los valores, las interpretaciones, los textos… en definitiva, su relación con las palabras, es resbaladiza, ambivalente, a veces incluso paradójica. Esta cuestión, extremadamente compleja, es también una de las líneas de fondo que quería trazar en Voz en off, aunque soy consciente de que no lo hago de una forma muy marcada o definida. He intentado mantener esa evidencia de opacidad que poseen las imágenes fotográficas, ese cierto misterio que nunca puede acabar de explicarse, por muchas palabras con las que se teja una red discursiva (un texto) que intente atraparlo.

Lo malo de hablar de algo (aunque solo sea por no estar callado) es que en algún momento se pueden confundir las palabras con aquello de lo que intentan hablar (que siempre es otra cosa). Esto sucede porque las palabras son poderosas, y más cuando tienen la solidez de los golpes de un peso pesado. Una palabra puede valer más que mil imágenes (e imponerse a ellas), dependiendo de quien la pronuncie.

En esta relación entre palabra e imagen te detienes también en “una compleja encrucijada”: el fotolibro. ¿Qué papel juega en toda esta historia la posibilidad de ‘leer’ fotografía?

Sin entrar en detalles, desde la semiótica se ha constatado la imposibilidad de hacer una identificación rigurosa entre fotografía y lenguaje, y por tanto tampoco se podría hablar propiamente de ‘lectura’ en este caso. No obstante, el modelo (o al menos la metáfora) del lenguaje ha proporcionado valiosas herramientas para entender la fotografía y las fotografías, entre otras perspectivas teóricas, desde la propia semiótica. Aunque la imagen fotográfica no funcione como un código con doble articulación, es cierto que se articula con multitud de sistemas simbólicos codificados. Aunque las palabras nunca acaben de agotar una imagen, esta es capaz de darles un espacio de motivación, siempre en cierto modo orientada. La denotación y sobre todo la connotación encuentran en las fotografías un vehículo idóneo para su transmisión (mejor evitar metáforas víricas), y lo que determina las cadenas de palabras que vendrán a adherirse a cada una de ellas no es tanto la propia imagen como el lugar que ocupa (su (con)texto). Por poner un ejemplo obvio, una misma fotografía será leída de forma diferente en la página de un periódico o en la pared de un museo. Afinando un poco, también se leerá de forma diferente si la vemos en la página de un fotolibro, que dista mucho de ser un soporte neutro: su propia condición de objeto-libro y el uso que se asocia al mismo predisponen a la lectura (no siempre pero prioritariamente secuencial). En esto es importante hacer notar que el condicionamiento de las connotaciones de cada imagen no viene dado solo por el contexto material o cultural, sino también por los mensajes contiguos: la secuencia de imágenes, sus cualidades formales (individuales y relacionales), la presencia de textos o de otros elementos gráficos… Son múltiples los elementos con los que podría articularse una cierta ‘gramática’ del fotolibro, aunque de nuevo la gramática no deje de ser aquí más que una metáfora.

Otro ‘clásico’: Fotografía versus Arte. Escribes que “en los [años] 80, aquellas fotografías que en las décadas anteriores no cumplían más función que la de ser meros documentos, acaban alcanzando valor por sí mismas y el medio fotográfico se consolida como un soporte legítimo para el Arte”. ¿En qué medida cambia la función de la fotografía una vez que se le permite la entrada a los museos? ¿Carecían previamente de ‘valor’?

Por supuesto, las fotografías ya tenían valor antes de su entrada en los museos o, para ser más exactos, tenían valores: operaban dentro de sistemas sociales diversos, según prácticas definidas y en contextos concretos (ciencia, memoria privada, información, etc.). Esta diversidad sería paralela a la multiplicidad de funciones, y por ello no sería muy exacto hablar de una función de la fotografía que cambiaría con su entrada en el museo, sucedería más bien que con esa entrada se amplía el repertorio funcional del medio (y de valores a los que puede asociarse).

Por otra parte, también podría decirse que la de los años 80 sería una segunda entrada de la fotografía en el museo, pues este tipo de instituciones ya la habían acogido bastante antes (recordemos por ejemplo la histórica exposición organizada por Beaumont Newhall en el MoMA en 1937). La clave puede estar en las divergencias entre estos dos momentos de entrada en el museo (o en el arte) y en los relatos que las acompañan: si la ‘vía moderna’ de legitimación, ejemplificada por el MoMA (la exposición y libro de Newhall, la creación de un departamento de fotografía, Steichen, Szarkowski…), consolidaba un nuevo espacio de la fotografía como arte (o de la fotografía entre las artes), la ‘vía posmoderna’ de los 80 (que comienza realmente en torno al eje del siglo y en la que el mercado del arte tiene un papel clave) revaloriza la fotografía en el terreno híbrido y plural del arte contemporáneo.

Aunque los términos tendrían mucho que discutir, podríamos hablar del contraste entre el medio como disciplina y el medio como herramienta, de la oposición entre la búsqueda modernista de la autonomía y la mezcla de lenguajes posmoderna (tal vez mejor decir contemporánea). Los objetos fotográficos que han devenido ‘obras’ (de arte) son incluso diferentes en ambas vías. Siendo de nuevo reduccionistas, el contraste se daría entre la fotografía purista y fiel a la lógica del medio, con sus copias de tamaño contenido, acabado cuidado, formalismo, rigor ético-estético, exaltación de la autoría… frente a las fotografías donde la técnica es menos relevante (aunque en ocasiones se cuide mucho), la separación con otras disciplinas artísticas se desdibuja (aunque se tienda al formato cuadro, heredado de la pintura) y la originalidad puede ser cuestionada. En términos que uso en el ensayo, pero que sintetizo a partir de varios autores, hablaríamos del contraste entre la ‘fotografía de los fotógrafos’ y la ‘fotografía de los artistas’.

Derivada de la pregunta anterior, también te enfrentas a “la fábula del fotógrafo descubierto como autor”. ¿Cuáles son los procesos de legitimación que se aplican a la hora de redescubrir ‘como autor’ a un fotógrafo que carecía previamente de toda intencionalidad artística? ¿Tiene mayor peso esta legitimación por terceros que la propia autoconsciencia como autor?

Creo que es muy adecuado referirse a esos procesos en plural, pero no porque exista un conjunto de ellos que se aplique en todos los casos de ‘descubrimiento’, sino porque la multiplicidad reside en la diversidad de esos casos, dándose en cada uno diferentes circunstancias y jugadas. Si quisiéramos apuntar, de forma muy genérica, algunos ingredientes que suelen entrar en la ecuación que da como resultado a un fotógrafo-autor ‘descubierto’, podríamos sugerir un campo social donde esté vigente el tipo de valor (artístico) que se busca, algunos agentes con cierta posición dentro de ese campo, una serie de operaciones que estos desarrollan y un relato o relatos que acompañan el proceso. La autoconsciencia del autor puede ser incluso prescindible.

Respecto al peso de las actuaciones de terceros en este tipo de ‘descubrimientos’, parece obvio que estas son una condición necesaria, si bien tengo la prevención de no aseverar que sea siempre una condición suficiente. Es difícil legitimar un material fotográfico totalmente carente de calidad, aunque siempre será más viable tener éxito con un material rutinario bien apoyado que con un buen material sin apoyo.

No nos engañemos: toda fotografía que alcanza cierta visibilidad pública ha tenido ya cierto apoyo de terceros, y no puede existir un autor sin que se lo designe como tal. Designar a un autor como ‘desconocido’ le convierte de forma inmediata en autor (re)conocido, da igual que sea por unos pocos, con tal de que sea por algunos relevantes. La etiqueta de  “autor descubierto” implica cierta retórica, pero la de  “autor desconocido” sería una contradicción en los términos.

A la hora de narrar esta “fábula”, te centras en un caso concreto: el de Virxilio Viéitez, cuyas imágenes vuelve a poner en circulación Manuel Sendón, quien hace una relectura de sus negativos. ¿Cómo se construye al Viéitez ‘autor’? ¿Qué le diferencia del Viéitez ‘original’?

Comenzaría por decir que Manuel Sendón fue un agente clave en la cadena de acontecimientos que construye a Virxilio Viéitez como autor, pero no fue el único implicado: antes había sido la hija del fotógrafo, Keta Viéitez, quien había organizado la exposición que Sendón encontró de forma casual, Xosé Luís Suárez Canal participó junto con todos los citados en el trabajo previo a la primera exposición (en la Fotobienal del Vigo de 1998) y la primera publicación de Viéitez (editada por el CEF, también en 1998), el siguiente paso clave se dio con el contacto de Christian Caujolle y más tarde, en fases ya muy diferentes del proceso, encontramos nombres como el de Juana de Aizpuru, que pone a Viéitez en el mercado del arte contemporáneo.

Que exista todo un aparato contextual que determina la construcción de este fotógrafo como autor reconocido no es en absoluto censurable, y este tipo de revalorizaciones han acontecido siempre en la Historia del arte y de la fotografía: pensemos en casos como el de Atget o Blossfeldt, autores ya situados en el panteón de los ilustres, o en el más reciente de Seydou Keïta, que guarda bastantes paralelismos con el de Viéitez. Cabría preguntarse incluso si todo el arte anterior al siglo XVIII no es sino una reevaluación en términos estéticos de prácticas simbólicas con finalidades bien precisas y diferentes de la mera contemplación. Sin irnos tan lejos, y volviendo a centrarnos en nuestro caso, el Viéitez fotógrafo fue un profesional que trabajó en el ámbito rural en un período de escasez. Esta obviedad descriptiva pretende destacar que tanto las demandas como la actitud de sus clientes (distinta a la que se encontraría en el contexto urbano o en otro período), así como las limitaciones materiales son todos ellos factores determinantes en su trabajo: encargos de fotografía de identidad o documentación de celebraciones, formatos reducidos, reencuadres y otras adaptaciones condicionadas por los recursos técnicos disponibles, etc. El Viéitez autor, por su parte, es un personaje en cuya construcción el fotógrafo apenas interviene, como tampoco lo hace en la realización de las nuevas copias de sus fotografías, con progresivo aumento de tamaños, positivado del encuadre completo, criterios de selección, montaje, exposición, edición, etc.

La última revolución fotográfica la protagonizan la tecnología digital, Internet y las redes sociales, que nos convierten a todos en consumidores y productores de imágenes inmediatas y globales. Así que para finalizar, permíteme que cite un extracto de la Trilogía de la Guerra de Agustín Fernández Mallo: “Neil Armstrong viaja a la Luna y hace veinte fotografías, el acontecimiento más importante del siglo XX cuenta con tan solo veinte fotografías, pero la fiesta de cumpleaños de cualquier adolescente de esta ciudad o cualquier otra ciudad del planeta cuenta con más de doscientas fotografías”, ¿no resulta grotesco?, ¿qué sentido tiene?

¿Cuántas fotografías tenemos del Segundo Concilio de Nicea? Obviamente ninguna. Sería difícil en el año 787, aunque fuese precisamente allí donde quedó aprobada la realización de imágenes de culto, iniciando el camino que condujo a la iconosfera global contemporánea.

Tenemos fotografías porque hemos querido (y decidido) hacer imágenes. Su capacidad simbólica, su sentido, su significado y su valor parecen circular en dos direcciones: se les imponen y nos son impuestos por ellas. La inflación constante de las imágenes, particularmente las de la última generación de la familia fotográfica, puede ser más que un cambio cuantitativo, pero tal vez lo que cambie sean solo ciertos modos de relacionarnos con las mismas: de la confrontación con las imágenes (una a una), hemos pasado a la inmersión en una producción imaginaria que nos sobrepasa. No debemos temer el que esa inmersión nos haga perder pie con la realidad (que siempre ha sido virtual) o a carecer por contra de imágenes de lo que ha sido relevante. Siempre se encuentra alguna. De Jesucristo tenemos dos fotografías: la Sábana Santa y el Velo de Verónica.

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1 comentario

  1. LUR dice:

    Gracias por leernos.

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