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La mirada oblicua siguiente

Graciela De Oliveira, Mariano Horenstein, Ros Boisier, Luis González Palma
Comentarios 15

Espacio para el pensamiento y la reflexión crítica sobre el sentido y el significado de imágenes de la pandemia del covid-19

Andrea Hernandez
© Andrea Hernández

Graciela De Oliveira

Si en Indonesia la fotografía de un cadáver anónimo causó tremendo debate, fue porque allí venían negando la pandemia a favor de supuestas conveniencias políticas.

En Venezuela, en cambio, las políticas de aislamiento generan conciencia social, aunque también, resignación. Esto viene siendo tema de los reportajes Retratos de la pandemia en América, en los que pareciera que el conformismo americano es generalizado.

Esta fotografía ­nos presenta a la familia de Donato y Martina —matriarca española que vive en Caracas desde joven— ambos ancianos y recluidos por la pandemia. No son actuales las fotografías, Martina cuenta que ella hizo el tejido de palma como soporte y fue pegando en él esos retratos. Como urdimbre vinculante es una metáfora de que la unión familiar está así, actualizada.

Miro el rectángulo y me lo figuro como un meet on line con sus participantes en la pantalla del ordenador: cuánto me gustaría pedir permiso para entrar a esta reunión y recibir de la mano de Martina su gesto ancestral de bendición, que como toda vieja sabia tiene el poder de bendecir a la distancia.

Sus declaraciones me colman de alteridad emocional. A pesar de tanta escasez circundante, su entereza me lleva a recordar a mi abuela, Ironda. Sus padres emigraron de Italia a Brasil en las primeras décadas del 1900. Ella, la hija mayor, siendo aún niña tuvo que ocuparse de sus hermanos y las tareas domésticas tras la muerte prematura de su madre; si hubiera sido la segunda, luego de un varón, igual le hubiera tocado el trabajo, así como ser la única sin tiempo para ir a la escuela. De adulta afrontó una difícil vida de campesina, crió nueve hijos entre las zonas rurales del sur de Brasil y el norte de Argentina. Fue, como Martina y su familia, de esa gente que acepta su destino. Invoco a Ironda porque hablaba como habla Martina, con conciencia de clase y dignidad. Ambas con una humanidad incólume en medio de una realidad detonada en tantos aspectos.

En el portarretratos acariciado por Martina, a excepción de la hija minusválida que cuidó hasta hace poco, todos están vivos.

Es lo que rescata esta foto de Andrea Hernández —y eso podría ser la principal diferencia del contenido grandilocuente de la fotografía de Joshua en Indonesia—; redime la vida simple dentro de una situación generalizada y aterradora, los valores humanos como resistencia a toda calamidad externa. La entrevista le da entidad —fotográfica y textual— a Martina, y un acompañamiento que se extiende al lector. Al menos yo, me quedo en compañía de las voces de las abuelas, antes europeas y ahora de chamanas americanas.

Mariano Horenstein

A esta altura, es sabido que las imágenes nos miran. También se sabe que se mira desde la propia memoria.

Como no existen retinas vírgenes, contaré un breve relato. Mientras hacía mi carrera universitaria, uno de los amigos con quienes vivía tuvo la ocurrencia de inventar una galería de rostros. Recortábamos las caras de los avisos fúnebres del periódico y las pegábamos una al lado de otra en un panel colgado de la pared de nuestro piso de estudiantes. En medio de los rostros que no conocíamos, cada uno de quienes convivíamos pegó una foto carnet con su propio rostro. En una época en la que la muerte es algo que le sucede a los otros, nos mezclábamos con los occisos sin ningún inconveniente. El efecto que generaba pararse frente a nuestra galería de rostros era cómico. Nos veíamos y en el acto reíamos. Sucedió una que otra vez que alguien nos visitaba y reconocía a algún pariente recientemente fallecido. Y reíamos todos nuevamente.

¿Por qué relato esto ahora? Pues porque la imagen me evoca a nuestra antigua galería de rostros, solo que entretanto han pasado más de treinta años, la muerte ya es un dato relevante y no me causa ninguna risa.

Las fotografías miran desde dentro de otra fotografía y lo que se hace presente es la ausencia. La ausencia de los que han migrado o de los que mueren o de quienes crecen y mutan sin que quien mira pueda asistir al placer de ver cambiar subrepticiamente a quienes se ama. Quienes miran desde las fotografías formulan un reclamo sin palabras, interrumpen con su mirada la perorata de los políticos de un bando y otro. Sus miradas se convierten en una exigencia ética.

Y nosotros miramos como la anciana que mira y estira su mano para no alcanzar nunca las imágenes de aquellos a quienes ama. Su mano es mapa y reloj de arena, registra el tiempo que ha transcurrido desde que cada una de las fotografías que pretende tocar fue tomada.

No alcanzamos a tocar el dolor de la ausencia. Pero sí aprendemos algo acerca de nuestra mirada: que puede ser un instrumento capaz de tocar.

Si un ciego puede leer con las manos, nosotros podemos casi tocar mirando.

Ros Boisier

ESCENA 2. INTERIOR / DÍA

— La primera impresión que he tenido al ver esta fotografía de Andrea Hernández es de haberla visto antes.
— ¿Cómo un déjà vu?
— No, como la repetición de una visualidad establecida y validada en los medios de comunicación, como una forma aprendida de mirar, fotografiar y transmitir un mensaje en el cual la fotografía apoya la información de un texto, no al mismo nivel que la palabra ni mucho menos al revés, que la imagen sea la que tiene la función de comunicar por sí misma.

(Pausa)

— ¿A cuántas historias distintas podría acompañar esta fotografía? Me parece que a muchas.
— ¿Acaso esta polivalencia no es una de las cualidades de la imagen fotográfica?

(Pausa)

— Me parece que lo que esta imagen muestra es la representación de la tercera edad, la familia y las clases sociales humildes, temas que transportan por sí solos connotaciones no menos complejas que cuando los tres se constituyen en uno. ¿Tema recurrente?
— Con esta imagen se nos presenta una visión de la vejez y la familia en el contexto de la llamada clase trabajadora. Lo he visto antes, lo hemos visto antes y lo seguiremos viendo, y siempre relacionaremos el mensaje con ese contexto y sus connotaciones porque lo hemos aprendido a interpretar, lo hemos interiorizado.
— Hay algo más en esta fotografía.
— Sí, tras ella y lo que representa hay una historia de vida en un contexto muy concreto: la pandemia y sus consecuencias.
— Pero si vamos más allá de lo que muestra la imagen, es decir, a la información de la entrevista de la que la fotografía forma parte, sabremos que la historia detrás de esta es la de Martina Rodríguez, una española de 87 años que vive en Venezuela desde 1958.
— También sabremos que el portarretratos en el que vemos a sus familiares fue tejido con hojas de palma por ella misma.

(Pausa)

— ¿Podemos separar las imágenes de su contexto, del propósito por el cual fueron hechas, de quién las ha realizado y del medio de comunicación que las ha publicado?
— No, esto no es posible cuando se nos invita a pensar en las imágenes de la pandemia.

(Pausa)

— Mi primera impresión se ha focalizado en lo que me han transmitido los elementos formales de la fotografía y cómo su construcción y significado (el que interpreto) me han servido para buscar y encontrar similitudes con otras imágenes almacenadas en mi memoria. Mi cultura visual ha sesgado mi primer contacto con la imagen. No así la historia de Martina Rodríguez, particular y universal al mismo tiempo, historia que podría ser la de mis antepasados o la mía si llegase a los 87 años. Inmigrantes todos, habitantes de países a un lado y al otro del Atlántico.
— Nuestra empatía se activa cuando pensamos en nosotros mismos…
— No sólo por eso, también cuando nos abstraemos y somos capaces de pensar en la humanidad como una especie condenada a su extinción.
— Cuando eso ocurra, ¿qué pasará con todas las imágenes que hemos construido?

Luis González Palma

Todo en esta fotografía tiene que ver con el tiempo. La imagen central es un collage que representa una cartografía amorosa, un mapa emocional que la mirada recorre con cierta nostalgia. No puedo dejar de imaginar que en este grupo de retratos hay una especie de calendario secreto, ajeno a la temporalidad que norma nuestro uso del tiempo y nuestras actividades cotidianas. Este precario almanaque contiene, en lugar de semanas y días, imágenes afectivas. Es un altar a la memoria.

Las fotografías de estas personas se animan con la mirada de esta mujer que trata de acariciarlas. Sus vínculos amorosos, sus afectos y sus secretos, cobran vida de nuevo ya que al contemplarlas, de alguna forma las acaricia. Estamos ante un calendario imaginario que nos recuerda también la fugacidad de nuestras vidas. Toda imagen es devorada por la luz. Mientras una imagen envejece, otra se va gestando, nace muriendo. El sol ha regulado los tonos de estas fotos, los ha ido desvaneciendo, les ha impuesto un orden, una cronología. Nacemos para morir, nosotros y las imágenes que nos representan.

En este momento en donde la pandemia genera un impasse sobre nuestras vidas y altera nuestra temporalidad, pareciera que todo se detiene; pero es una ilusión, el tiempo dilatado en que vivimos está cargado de miedos y ansiedades que fluyen por nuestras venas. Vivimos un tiempo viscoso, arrugado, como el de la mano temblorosa de la anciana que desea sostener sus recuerdos impresos en cada uno de estos rostros, desea evitar que estas imágenes se disuelvan hasta convertirse en fantasmas que habitan en un reducido rectángulo, vacío y húmedo. En realidad, desea sostenerlas ya que sabe que estas imágenes son, a pesar de su irremediable deterioro, las que la sostienen. Estas cápsulas de tiempos concentrados son las que le dan sentido a su abrumadora incertidumbre.


Sección de ocho entregas en la que Luis González Palma invita a Graciela De Oliveira (directora del proyecto Demolición/Construcción), Mariano Horenstein (psicoanalista) y Ros Boisier (codirectora de LUR) a “que escribamos sobre las imágenes de la pandemia del Covid-19 que considero relevantes de ser pensadas y verbalizadas” con el deseo de que “se genere un espacio de encuentro y diálogo en el que se reflexione y debata sobre las imágenes que configuran nuestra manera de ver el mundo en este momento de desconcierto e incertidumbre, pero también de resistencia y esperanza”.

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15 comentarios

  1. marie-geneviève alquier b. dice:

    Esta imagen está hecha desde y para la emoción, habla del intento por doblegar la realidad, la obligada ausencia, sin duda sabiendo que es imposible.

    Es un intento doblemente destinado al fracaso: las fotos de los seres a quien amamos no son sino meras representaciones que sin embargo reavivan en nosotros la noción de afecto y de fidelidad. Luego se le añade el tacto, como si al tocar esas caras planas se nos fuera a devolver la tersura de una piel, su curvas o sus arrugas, un relieve inexistente al fin y al cabo.

    Y no sé si me significa más la mano de esa anciana o el primoroso soporte de los retratos, su simplicidad amorosa, y cómo está colgado del plato decorando la pared herida.

    Me hablan esos seres irreales, los niños desvaídos tal vez porque han pasado los años y ya se hicieron mayores, ese árbol genealógico desordenado, esa mano incapaz de retener el foco, el cable de la luz atravesando el ambiente rosado como un perdón a todas las ofensas del tiempo. Porque de tiempo nos habla esta imagen, de tiempo implacable cuando cierne y comprime nuestros espacios afectivos.

  2. Monika Golla dice:

    Imagen fuerte y atemporal. A mí también me parece ya vista y me sorprende con qué rapidez “leemos”. Al verla me anoté 5 palabras – sin pensar demasiado, asociaciones rápidas- y las encontré en el texto acompañante. Me encantaría ver cómo alguien de otro circuito cultural lee e interpreta la imagen.

    1. graciela de oliveira dice:

      Hola Mónica, ¡qué lindo encontrarte acá! Gracias por tus reflexiones. Y, es probable que estemos un tanto “educados” para leer imágenes, mediados por los críticos que tienen más marketing (diría Rubino), tendré que buscar otros, gracias por la sugerencia. Abrazoooo

  3. Martín M. dice:

    Lo curioso es la posibilidad de establecer dos caminos de lectura que no son contradictorios, sino más bien hasta cierto punto, complementarios.

    Por un lado está la cuestión inevitable de cómo las imágenes del pasado de nuestros seres nos generan una sensación de bienestar a la vez que nos embargan de nostalgia, sin embargo es una nostalgia cómoda, que hasta cierto punto disfrutamos al volver a pasajes de la memoria que se disparan a partir de los retratos de otros sujetos, particularmente desde sus miradas: cuando alguien es fotografiado y mira directamente a la cámara hay una suerte de doble discurso, el de la mirada misma del ser capturado y el de la mirada de aquel que captura esa primera mirada. Ya luego hay una tercera mirada del espectador que une los puntos y establece un discurso mucho más propio que lo invita a encontrar refugio en las imágenes, una suerte de: cuyo recuerdo (imagen, fotografía, mirada) me sostiene cuando su ausencia me abruma.

    Luego, está justamente la cuestión de que eso que generan las imágenes de los familiares es evidentemente volátil y abstracto, está en el aire, no puede representarse, en teoría; y, sin embargo, en la imagen podemos captar justo esa sensación, esa nostalgia por la lejanía de los seres que alguna vez fueron cercanos. No se fotografía a una anciana mirando las fotos de sus seres queridos, sino que se fotografía el sentir de la mujer al ver otras imágenes. A nosotros, espectadores, se nos muestra la reacción de un espectador que deviene objeto-sujeto. Las fotografías de los familiares pasan a ser parte de una escena y haría falta alguien que nos fotografíe cuando miramos la foto de la anciana mirando las fotos de sus seres para seguir la línea sempiterna de acción-reacción que genera la fotografía cuando hace uso de sí misma para generar un discurso.

  4. marie-geneviève alquier b. dice:

    Por cierto, la presencia de la mano sustituyendo a la cara es muy significativa de lo que se considera cada vez más como un retrato: el que obvia el rostro para enfocar partes del cuerpo o incluso objetos cotidianos que rodean a la persona retratada. De esto mismo trató hace muy poco un artículo de Juan María Rodríguez (Retratos sin rostro).

  5. Enrique Lista dice:

    El poder de una fotografía, como el de todo símbolo, radica en su imprecisión. Aportamos subjetividad a las imágenes porque no solo la permiten, sino que la esperan. Con ello las hacemos nuestras y participamos de ellas. Intercambiamos vida por sentido. Pretendemos hacerlas hablar, pero son nuestras voces las que hablan.

    Sin nuestras palabras (entendiendo el “nuestras” desde lo más privado y afectivo hasta lo más público y político), en las fotografías no queda más que un espacio vacío en el que acoger significados flotantes.

    Toda precisión posible vendrá de las voces que se imponen a una radical ambigüedad.

    Hagamos un breve “test” en los dos casos de esta sección:

    1. La fotografía de Andrea Hernández, de acuerdo con el texto de Ros Boisier, remite a un imaginario amplio y conocido sobre las familias trabajadoras, el paso del tiempo y la vejez, no tanto a una vida concreta (a la que solo se vincula mediante un relato adicional). Nada en la propia imagen la relaciona con el Covid y el confinamiento. Podría haber sido tomada hace años, podría tomarse en el futuro, o en un presente sin pandemia. Independientemente de lo que nos contasen sobre ella, ella nos contaría lo mismo, algo ya contado.

    2. Cuando se desconoce la polémica en torno a la fotografía de Joshua Irwandi (lo que equivale a no haber oído o leído sobre ella), esta podría interpretarse como una escenificación simbólica, una foto-performance si se quiere, similar a otras muchas realizadas en el contexto del arte (desde que existe el plástico, podría hacerse toda una historia de su empleo “artístico” en la envoltura de cuerpos). La formalidad de la fotografía refuerza ese paralelismo estético, y las alusiones al Covid y a la reflexión que encabezan la sección tampoco desmentirían la hipótesis del arte (opuesto aquí a la interpretación informativa y/o periodística). Solo el texto bajo la imagen nos introduce en el caso.

    La fotografía de Hernández es redundante, pero con la redundancia de todas nuestras vidas y sus ciclos. La fotografía de Irwandi (creo) intenta ser informativa sin abandonar la calidad estética, pero sin texto o voz añadida, queda la estética y se desenfoca la información.

    Ni siquiera una pandemia global es capaz de entrar en las fotografías si no la introducen las palabras.

    1. marie-geneviève alquier b. dice:

      Me gusta mucho tu escrito, Enrique, por abrir otro campo de reflexión acerca de la relación palabra-imagen

  6. carina cagnolo dice:

    Hay un espacio reducido casi en el centro de la imagen. Allí, lo que hay no es del todo ícono, aunque exista la imagen. Es lo indefinible de la fotografía. (¿Se aloja acaso en toda imagen un territorio indefinido, inespecífico, fuera de la representación?). El dedo medio de la mano, que la técnica fotográfica muestra fuera de foco, toca apenas la esterilla. Es la mano de una mujer anciana, en el final de la vida. Su gesto es leve y, a la vez, totalizador. Ese punto de la fotografía es incierto, no sé bien si la mano alcanza a tocar efectivamente la esterilla, o solo está a punto de…, y aún no lo hace, pero en la imagen bidimensional se torna confuso. Este lugar inespecífico es el puctum en mi mirada (para recurrir al remanido pero aún eficiente concepto de Barthes); es el centro geométrico que me afecta. Sin embargo, la primera atención se la llevan las imágenes que, con técnica abúlica de trámite, entrenados fotógrafos homologaron en fotos carné la identidad de las personas retratadas. Puedo suponer que son el universo afectivo de esa mujer y que la invade, en el presente de la imagen, una lejanía aurática con las temporalidades históricas de cada retrato. Sin dudas, toda la experiencia de vida se concentra en la mano, y en ese cuerpo que está detrás, ¿o al lado?, del punto de vista de la cámara, que no veo, pero sé… Es allí nuevamente, en ese espacio indefinido que describo, donde habita recurrente mi mirada. Es el sitio desde donde muchas otras temporalidades emergen. El tiempo remoto, que encuentro en la pintura rosa vieja del fondo, quizás provenga de la costumbre centenaria de cuando manos esclavas recubrían las paredes de adobe con una mezcla de sangre de buey y cal. Este rosa viejo abre mi mirada a aquel rosa; fondo de la historia, fondo de la imagen. ¿Será esta pared también de adobe? Y la esterilla que la mano casi toca trae el tejido artesano hecho con fibra de palma, oficio transmitido entre generaciones; trama que teje tiempos en materia y técnicas ancestrales. Más arriba, la esterilla se une (¡con un mismo clavo!) al plato decorado, pintado muy probablemente a mano y dorado a la hoja. Otro tiempo y otro oficio que se une a todos los tiempos tejidos en ese territorio inespecífico que -aún- no es la muerte.

  7. Graciela De Oliveira dice:

    Gracias, Carina! El universo afectivo de una mujer puede estar contenido en un pequeño rectángulo (y nada más!). Con ese pensamiento de tu texto me quedo. abrazo!

  8. agondele dice:

    La fotografía tiene un alto contenido emocional que no deja de provocar la sensación de que esa escena es, o fue, la que vivenciamos frecuentemente en estos tiempos. Pero punza en la conciencia también, para inquietar nuestro ego; lo que nos rescata en la vida seguirá siendo: nuestros lazos afectivos.

    La urdimbre de ese tejido de hojas de palma que enlaza -abrazando- a cada persona que forma parte de la construcción existencial, si se desarma, nos desintegra subjetivamente. Me cuestiono: la función del control social, el aislamiento, el distanciamiento…la soledad ¿pueden preservar el sentido de la vida?

  9. Péricles Dias dice:

    La escena me resulta familiar, mi madre suele acumular fotos tipo carnet de sus hijos en la montura del espejo del tocador. No se trata de una persona especialmente melancólica o coleccionadora, creo que está más interesada en el gesto poético, en el hecho material, en el presente.

    En la imagen de Andrea Hernández, el gesto poético de Martina queda patente en la esterilla de palma, en esta trama que tejió para fijar fotografías queridas, colgada como si fuera un cuadro. La materialización de una ausencia, o un conjunto de ausencias, pero también el adorno, el objeto.

    Finalmente, en primer término, tenemos la mano en movimiento de Martina, como si fuera la de un individuo paleolítico que creyera poder atrapar el bisonte por medio de su representación. Otra vez, veo más presente que pasado, más acción que nostalgia. Este gesto, sin embargo, me resulta extremadamente melancólico: no tanto por la señora, que aparentemente lo tiene bastante claro, sino por nosotros, los posmodernos, que nos enfrentamos a una pandemia un poco menos equipados para lidiar con la desaparición, con la muerte.

  10. Jaime Rázuri dice:

    Hola, solo un comentario breve, o tal vez me equivoque, pero no veo toda la info de la foto, la fotógrafa y etc. a la q se refieren los principales comentaristas, la historia de Martina, etc. O la pusieron y yo no la encuentro?. Eso ayudaría en la participación de todos.

    1. LUR dice:

      Hola Jaime, la foto fue publicada como parte de una entrevista en el diario El País aquí.

  11. Nuria Palao dice:

    Una mano de mujer nos muestra su Orla de Vida. Con aquellas personas, que quieren que estén por los motivos que haya elegido, y que quedan en un marco de significado muy personal. Su vida. Por ello su mano nos las muestra.
    Nos muestra cómo dos momentos, la vejez y la pandemia , pueden estar tan unidos en significados, esto es cómo en pandemia podemos llegar a entender la importancia de estar con aquellos que van compartiendo nuestra Orla de vida.

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