Espacio para el pensamiento y la reflexión crítica sobre el sentido y el significado de imágenes de la pandemia de la covid-19

Graciela De Oliveira
Hacer un recorrido por los pueblos andinos, desde Mendoza hasta La Paz, a finales de octubre e inicios de noviembre, posibilita conocer diversos rituales mortuorios que, si bien conservados de la América precolombina, están muy ajustados a la —impuesta— fe católica que estos pueblos abrazaron y canibalizaron. Tal como el movimiento antropofágico trató de dejar claro en la práctica artística e intelectual, en Sudamérica no hay vuelta a la pureza de ninguna de las fuerzas culturales ni religiosas de siglos atrás, por lo que una descolonización solo sería posible con un viaje al pasado que cambie la historia.
Con esta fotografía, Sara Aliaga avizora las restricciones aplicadas por la pandemia a los rituales populares en Bolivia. Pero esta imagen también es una síntesis de varias discusiones contemporáneas al respecto de la etnicidad; de las prácticas religiosas, culturales y otras. Permite pensar que las asimilaciones continúan practicándose en lugar de las integraciones (Maillard).
En la Cacharpaya, día de todos los santos boliviano, los parientes llevan a la tumba —de los que merecen el ritual— todo lo que le gustaba al difunto en vida. En Bolivia también se vive para merecer atención y cariño post morten.
La palabra ‘papá’ repetida en los nichos, ¿dará a entender que esos hombres fueron principalmente padres, como lo son tantas madres?
No-ficciones mortuorias:
Rituales como la Cacharpaya boliviana son tradicionales en Catalunya y otros lugares de España, pero allí los jóvenes están dejando de reproducirlas.
En la cosmovisión andina de Perú despiden el difunto con alegría, música y bailes porque, si fue una buena persona, están seguros que pasará auna mejor vida.
En Caracas el pasado día de Reyes, Raquelita —hija que Martina siempre cuidó porque nació con un fuerte retraso mental— murió a los 55 años.
En Milán, e Italia en general, los tradicionales y pomposos ritos funerarios ahora transcurren en silencio, sin flores, sin amigos ni parientes. El ritual es interior.
No olvidemos a Irwandi, el fotógrafo de 28 años, que se sintió amenazado (¿de muerte?) por el gobierno indonesio, paradójicamente, por retratar un cadáver.
En Mendoza hasta el S. XVIII, cuando un huarpe moría era colocado boca arriba y con la cabeza dirigida hacia la cordillera, lugar del dios Hunuc Huar. En esos mismos valles hombres blancos cultivaron vides en el siglo siguiente.
¿Qué rituales mortuorios han dejado de practicar los cercanos al muchacho-casa que caminaba por Montevideo?
El pasado 21 de agosto hizo dos años que murió mi papá. El cementerio de Oberá —pueblo donde crecí— ha estado cerrado por la pandemia y nadie pudo llevarle flores.
Mariano Horenstein
A veces una fotografía no precisa de coordenadas precisas pues éstas pueden leerse entre sus pliegues. El tapabocas, los nichos acristalados de un cementerio con nombres en castellano, la tez cetrina de la mujer podrían hacer pensar, ahora o en cincuenta años, que se trata de Latinoamérica, que se trata de los tiempos del virus.
Ya más allá de cualquier contagio, los muertos —Papá Darío, Papá Eusebio— yacen tras los vidrios y quizás también estén representados en las figuras que se ofrendan, que se venden, ¿que se comen? Los rituales resisten su disolución, los rituales necesarios, las costumbres maceradas a través de generaciones que nos permiten ponerle nombre a lo que no tiene nombre, y convertir el abismo de cada uno en circunstancia colectiva.
La pérdida de Papá Darío, de Papá Eusebio, se hace más soportable si podemos hablar de ellos, despedirlos o visitarlos. Que exista un día de los muertos hace posible que haya muchos otros para los vivos. Y nuevamente la fotografía para testimoniar lo que se pierde y los modos de recuperarlo, y la imposibilidad de recuperarlo. En ese circuito se renueva el gesto de fotografiar, con la secreta esperanza de que la próxima vez, sí, se podrá apresar algo de lo que se escapa.
No puedo dejar de incluir la circunstancia en que recibo esta fotografía, que reemplaza otra que había sido enviada por error horas antes. Esta fotografía reemplaza a una fotografía equivocada y en ese gesto hunde a la anterior en el anonimato, perdida bajo un piadoso olvido.
¿Cuántas fotografías se escabullen tras las pocas que alcanzan a ver la luz, a circular, a ser miradas?¿Cuántas son las imágenes posibles que ni siquiera alcanzan a ser fotografiadas?
Puedo imaginar esa suerte de archivo de Babel, un mundo sin pérdida en el que todas las imágenes posibles encontrarían quien las registre, en el que todas las fotografías estarían en potencia disponibles para que alguien las mire.
Ese mundo, que puedo imaginar, sería atroz.
Ros Boisier
Tomo un atajo instantáneo
y ya camino a once mil kilómetros de aquí
por las calles de italianos, judíos y católicos
por una de las zonas más antiguas del cementerio general
Según entras, a unas pocas calles a la izquierda,
está el imponente mausoleo de la Fratenllanza italiana
que luce tan pulcro como siempre
la imagen del poder que un día tuvieron
la influencia de los colonos en la ciudad, en la región y en el país,
ese poder, el que tuvieran, está ahí proyectado
Algunos de los que allí descansan llevan mi apellido materno
pero a ninguno conocí, ni considero familia
Algunos de los que allí descansan llevan el nombre de mi abuelo
pero no son él; su cuerpo descansa al final de la misma calle
junto a otras personas con otros apellidos y sin identificación
Algunos de los que allí descansan llevan el nombre de mi madre
pero no son ella; ella no está allí ni al final de ninguna calle
Tomo un atajo para llegar a un lugar que conozco
Viajo mentalmente a un lugar que he visitado durante tres décadas
Y, aún así, tomo un atajo directamente al sepulcro
desde hace años cerrado para no familiares
No he venido para recordar, sino para construir un recuerdo ficticio
Para verme allí, en este día gris, ventoso, lluvioso
vestida de invierno con los pies y las manos frías
con la noche cayendo sobre mis hombros
¿Qué sentido tiene crear un recuerdo ficticio en un lugar con tantos recuerdos?
Intento revivir un instante que posiblemente no tenga en mi memoria
Un instante de revelación
Una revelación perdida, no atesorada
y que intuyo en ese ahogo,
en esa contracción profunda indescifrable
Un instante de revelación
Un asombroso instante de revelación
¿Qué tiene esta fotografía de instante de revelación?
A simple vista, nada
es la puerta de entrada para tomar un atajo inmediato
a sentir emociones que no me transmite la imagen
¿No es este uno de los cometidos de la fotografía,
ser estímulo visual para obtener una respuesta emocional o racional?
Sé muy bien el instante de revelación que descubrí que buscaba
El hallazgo es el deseo por descubrir que buscaba ese instante
Esta fotografía de Sara Aliaga me ha trasladado a las puertas del sepulcro italiano
y me ha dejado allí, frente al candado cerrado
Impulsada por el deseo que revivir escenas del pasado me vi dentro
para (re)descubrir la imagen del asombro:
Su nombre al final del pasillo
Luis González Palma
Muchas veces he sentido que la fotografía es una especie de cicatriz. Nace de una herida infringida por una mirada que intenta fijar un instante que siempre es contingente. La mirada es la herida, la fotografía su cicatriz. Esa huella queda grabada, sutil, pero profunda, en cualquier soporte que albergue la experiencia fotográfica.
Estamos habitados por cicatrices que contienen múltiples y diversas miradas al mundo, cubren nuestros ojos cuando las vemos, y a través de ellos nos invaden y arrebatan nuestra memoria; algunas se asientan para vivir en nuestros recuerdos que lentamente se arrugan a la par de nuestra piel. Al final somos una suma de cicatrices, visibles y visuales que ocultamos o ignoramos, pero que esperamos que nos den algún sentido, aunque este sea huidizo o imposible.
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Al igual que una fotografía, un nicho funerario es simbólicamente una parcela de tierra que excavamos para irrumpir en el pasado, siempre perdido.
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Cementerios y fotos: vanas resistencias contra el olvido.
Pequeñas ruinas de tiempos coagulados ofrecidas a la mirada.
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Nichos e imágenes: escenas activas, depósitos de recuerdos no clausurados, huellas no estáticas. Espacios que albergan signficaciones latentes para crear nuevos sentidos y nuevas lecturas sobre una misma historia.
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El mundo está herido, sus cicatrices son ya parte de nuestro imaginario. Da la sensación de que vivimos un tiempo fosilizado, el telón de fondo cambia, pero en esencia estamos viendo la misma imagen desde hace meses. Cambian los rostros, el color del barbijo, la vestimenta, pero no esa cicatriz, la que retorna, la que insiste, el testimonio de vivir en un tiempo irrespirable.
Fuera de campo:
Escucho a un niño decir: “Cuanto quisiera que la realidad fuera real”. A su lado, unos pájaros comen unas migajas de pan esparcidas sobre el suelo.
Sección de ocho entregas en la que Luis González Palma invita a Graciela De Oliveira (directora del proyecto Demolición/Construcción), Mariano Horenstein (psicoanalista) y Ros Boisier (codirectora de LUR) a “que escribamos sobre las imágenes de la pandemia de la covid-19 que considero relevantes de ser pensadas y verbalizadas” con el deseo de que “se genere un espacio de encuentro y diálogo en el que se reflexione y debata sobre las imágenes que configuran nuestra manera de ver el mundo en este momento de desconcierto e incertidumbre, pero también de resistencia y esperanza”.
1. Si los rituales no pueden ser descolonizados, ¿es posible descolonizar la mirada que se posa sobre ellos? Establecer ese paralelo entre el observador y el observado, ser parte del momento más que un testigo externo sorprendido. Sentir y vivir el instante antes que retratarlo. Sueño de una horizontalidad. Fotografiar no como documento, sino como recuerdo.
2. Es curioso que se fotografíen las visitas al cementerio, es como dejar testimonio de que el duelo pasa a ser celebración de la vida. Se necesitan pruebas de ellos, y para eso existe la cámara, en el ámbito familiar e íntimo sobre todo. Muy pocos hacen fotos del momento mismo de la muerte, del ataúd o del cuerpo inerte, pero de los eventos posteriores a la muerte sí se tienen registros que quedan guardados y que se integran al álbum familiar como parte del ciclo de la vida. Hace pensar en esta frase popular de “no hay muerto malo”, por lo tanto no se fotografía el dolor que causa su partida sino más bien la celebración de su transmutación, el limbo entre la ausencia física y la presencia “metafísica”.